UN PEQUEÑO IMPREVISTO

 





UN PEQUEÑO IMPREVISTO


Delante del casino había un parque y en el parque había bancos donde se sentaban los perdedores a llorar su mala suerte y a lamentar su ruina. Allí también había un estanque con patos; un estanque donde un día flotó el cuerpo de una muchacha joven. Nadie conocía su nombre ni su origen, pero todos sabían en Lyon a qué se dedicaba.

Por el parque pasó Nicholas, chipriota; un adicto al juego que se había arruinado muchas veces. Aquella noche había ganado setenta y dos mil. Tenía la cabeza gacha, el cuello encorvado mirando al móvil y estaba nervioso mientras esperaba una llamada.

—¿Solo setenta y dos? —dijo la voz de Skënder—. Te había dicho ciento cincuenta mil. ¿Por qué me tengo que conformar con tan poco? Vuelve dentro y consigue lo que te falta.

—No puedo, de verdad que no puedo.

No bastaron las explicaciones:

—Soy bueno con las cartas, ya lo sabes, pero soy ludópata. Cuando iba ganando más de cien mil, he empezado a perder. Ahora me quedan setenta y dos mil de ganancias y unos dieciocho mil ahorrados. Es todo lo que tengo. Si vuelvo a jugar, no podré parar hasta que me arruine por completo.

Silencio.

Los patos vigilaban a Nicholas. En un banco, mientras una mujer besuqueaba a su pareja, alguien hablaba por el móvil, ignorando las caricias.

—De acuerdo. Te devolveré a Helena —dijo Skënder—. Casi entera, pero no del todo. Me quedaré con el cuarenta por ciento de tu chica, igual que tú te quieres quedar con el cuarenta por ciento de mi dinero.

Un dedo. Hasta ahora aquel cabrón le había devuelto un pulgar de ella, todavía congelado, en una bonita caja de regalo, todo un detalle, con su lazo y todo.

«En el blackjack, casi he ganado cuanto necesito», pensó Nicholas. «Casi…, pero no lo suficiente. He seguido jugando a la ruleta cuando han cambiado al crupier, y he empezado a perder».

Nicholas tenía poco que hacer: fue andando hasta su casa, subió en el ascensor, escribió unas palabras, las fotografió y se pegó un tiro en el cielo de la boca.

«Orificios de entrada y salida con abundante pérdida de masa encefálica», decía el informe de la policía cuando, días después, encontraron el cadáver. Los vecinos se habían quejado del mal olor.

 

Pero, estando el cuerpo todavía caliente, al rato del disparo, Helena entró en el apartamento con mucho cuidado para que él no se diera cuenta. Vio entonces el cuerpo de Nicholas, maldijo en las cuatro lenguas que conocía e hizo una llamada.

—Se ha pegado un tiro.

—¿Cómo? ¡No puede ser! —dijo Skënder.

—Es la verdad. Ha escrito una carta de despedida en la que explica que me tienes secuestrada y que la caja que hay al lado del escritorio tiene un dedo mío, que tú le has mandado. Deja el dinero a una sobrina chipriota.

Unos momentos de silencio.

—Rompe la carta ahora mismo, antes de que la policía se entere.

A Helena se le saltaron las lágrimas.

—Casi lo hemos tenido. Casi, pero no habíamos contado con el miedo que tiene a su ludopatía. Era un plan perfecto, cariño. Todo se ha ido a la mierda.

—Me cago en la leche…

La mujer cambió su tono:

—¡No me lo puedo creer, Skënder! Qué pedazo de cabrón era Nicholas. Y yo que creía que lo conocía…

—¿Qué ha pasado?

—Tenemos que irnos de Lyon, cariño. Tenemos que salir pitando. Nicholas ha subido a Instagram una foto de la carta. Un gilipollas de la Guayana la ha copiado y la ha puesto en Twitter. ¡Es trending topic mundial!

Esta vez, Skënder se tomó más tiempo para reflexionar.

—Lo primero que tengo que hacer es deshacerme del cuerpo de la puta esta que encontramos en el estanque. Ya no hay que mandar más trozos de su cuerpo a nadie. Lo segundo, tengo que decirte adiós, Helena. Ya no me sirves para nada.

—¿Cómo dices?

La conversación se cortó.

Skënder tiró su móvil, sin tarjeta, en el estanque de los patos que hay delante del casino; el mismo donde se había dejado besuquear por Helena, mientras hablaba por teléfono con Nicholas.

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© Guillermo Arquillos
Año 2022. Agosto, día 13

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