LOS ÁNGELES DISTINTOS

 LOS ÁNGELES DISTINTOS


—Mamá, deja de escribir, tenemos mucho trabajo —dijo la niña. Su piel clara brillaba con la luz que entraba por el ventanal.
—Es una carta, Lucía, no puede esperar.
La chiquilla se temió otro desvarío. Podía ser incluso peor que cuando terminaron encontrando el paraguas en la cama, porque había soñado que estaba lloviendo.
—¿Y a quién escribes?
La madre la miró con una sonrisa. Le brillaban los ojos. Se comía una manzana y, después de cada bocado, la ponía sobre la mesa, la contemplaba un momento y parecía encontrar un par de palabras.
Lucía, a sus catorce años, era muy madura.
—¿A quién escribes, mamá?
La mujer se olvidaba con frecuencia de lo que hacía. Confundía realidad y fantasía y, desde que el padre se había marchado, había empeorado. Una vecina, Estefanía, las ayudaba con las faenas domésticas porque comprendía que el estado mental de la madre no le permitía hacerse cargo de una casa tan grande y tres hijas, dos de ellas tan pequeñas. Y Lucía era demasiado joven.
Pasaron unos instantes en silencio y a la niña le sudaban las manos.
La madre cambió su mirada. De pronto, pareció que era otra persona. Empezó a temblar.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó—. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!
Se echó a llorar.
—No llores, mamá. Me tienes que ayudar con todo el trabajo. Nadie sabe nada, solo Estefanía. Ella nos quiere y no dirá nada. Nadie se enterará nunca.
—Al final se descubrirá todo. ¡Dios mío, Dios mío!
—Tenemos mucho trabajo, mamá. Ayúdame, por favor. Junto al limonero hay un buen sitio.
La mirada de la madre pareció de nuevo la de alguien que no está habitando dentro de su cuerpo.
Lucía se acercó a la mesa para leer lo que estaba escribiendo:
Queridas hijas,
Vosotras no tenéis la culpa de no ser como Lucía. Desde que nacisteis, ayudadas únicamente por vuestra hermana y vuestro padre, él no os aceptó. Yo le decía que vosotras sois preciosas: dos ángeles distintos, pero dos ángeles. Vuestro padre …
y ahí se interrumpía lo que había escrito.
El hombre no podía soportarlo y se terminó marchando. Al sentirse abandonada, los ataques de la madre empezaron a ser más y más frecuentes y violentos.
—Mamá, por favor, ve al jardín y comienza a cavar un hoyo debajo del limonero. Ahora bajo yo y te ayudo. Hay que acabar esto cuanto antes. Estefanía comprenderá, porque nos quiere.
La madre, como una autómata, comenzó a bajar las escaleras.
Lucía fue al baño. Al abrir la puerta se echó a llorar: sus hermanas, tan pequeñas, tan bonitas, estaban en la bañera. Sus cuerpos, muy morenos, estaban hundidos en el agua. Sus ojos recordaban los del viajero a quien dieron cobijo hacía casi un año.
Aquel hombre era de color.


© Guillermo Arquillos
Año 2022. Junio, día 29

Comentarios

  1. Me gusta el relato.
    Sorprendente el final

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  2. Muchas gracias, Amparo. He intentado hacer que fuera coherente. E ir incrementando la tensión. Un abrazo.

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  3. Buena imaginación, don Guillermo, y buen trabajo para imprimir tensión. ¡Bien!.

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