LA PRINCESA DE LAS AFUERAS

LA PRINCESA DE LAS AFUERAS


Una caída espectacular, quizá un poco ridícula, se dice que es un cepazo; aunque creo que esa palabra es propia de Andalucía, como saborío, malaje o malafollá.

Porque eso es lo que se encontró la Jessi esa noche, en la discoteca de las afueras: mogollón de peña, sin gracia, aburridos, con caras amuermadas.

La gente va allí muy repeiná, a ver si pillan cacho, guapos a reventar, que algunos hasta se ponen colonia cara, como los pijos, y llevan los Iphones en las manos para enseñar poderío. Muchos estaban de mala leche porque no tenían las cositas que les pasaba el Tostao. Y es que resulta que al Tostao lo habían trincado los maderos. Tenía que responder de algunos asuntillos sin importancia delante del juez.

A lo que iba, que Jessica se puso un vestido rojo, con mucho vuelo, muy entallado de cintura y marcando —mejor dicho, mostrando— el Canal de La Mancha. Llevaba unos pendientes que parecían dos plazas de toros, su piercing en la lengua y su moño bien alto. Andando se iba a matar, porque no sabía usar taconazos, pero os juro que parecía una princesa.

Y encontró al príncipe hortera que buscaba: un universitario con ganas de marcha.

«Primero, baile; luego, ya veremos», se dijo ella.

 Era una maravilla: con sus Ray-Ban con cristales de culo de vaso y su pajarita azul, porque Charlie, que así se llamaba el chaval, llevaba pajarita. ¡Ah! Se me olvidaba deciros que la familia de Charlie estaba forrá; les rebosaba el dinero por las orejas. Lo que se dice un muchacho encantador, vamos.

Jessica y Charlie estuvieron bailando toda la noche. El tiempo pasaba y otras chicas, la Ester y la Dessi, por ejemplo, que, por casualidad, habían olvidado el sujetador, no podían arrimarse al muchacho con el que soñaban. Porque nadie se había fijado en el pedazo de coche de Charlie, un detallito sin importancia.

Jessi, en las lentas, lo besuqueó y se dejó palpar partes de su anatomía que es mejor no mencionar aquí.

—Me tengo que ir, Charlie —dijo ella, de pronto.

—¡Oh! ¡Cariño! —dijo él, animado por seis cubatas de ron-cola.

Y es que no se decidía a llevársela a contemplar la luna en su coche. Por eso, Jessi se dijo que ya era hora de volver a casa, no fuera a tener un lío con sus viejos. Y se fue con mucha prisa, sin decir ni siquiera adiós.

Charlie corrió detrás de ella hasta el borde de la escalinata que baja al parking. Entonces, ella perdió un zapato, dio un traspié y rodó por las escaleras. Fue un señor cepazo, una caída histórica, de las que crean escuela y llevan coro de carcajadas incluido. Por suerte, la chica, solo tuvo magulladuras y golpes sin importancia.

Charlie, perjudicado por el ron, bajó las escaleras a trompicones. Se puso de rodillas, ofreció el zapato rojo a la chica, que estaba intentando recomponer su vestido y revisar los golpes que había sufrido, y gritó:

—¡Oh! ¡Mi princesa! ¿Queréis probaros el zapato encantado para demostrar que erais vos la hermosa dama que me ha seducido esta noche?

Ella agarró el zapato con rabia y le dijo:

—¡Vete a la mierda, peazo gilipollas! ¿T’hás creído que puedes jugar con la Jessi y hacer lo que te salga? ¡Pues, si no te decides, vete a tomar por culo, que me has hecho quedar en ridículo!

El caso es que, a mí, esta historia me recordaba otra, no sé cuál. Quizá era un cuento.

Pero en aquel cuento no se reían Ester, Dessi y media discoteca viendo desde lo alto a la chica con el vestido medio roto. Tampoco el príncipe tenía una cogorza.

Jessi, como una princesa ofendida, le soltó un soplamocos a Charlie, que el chico cayó de bruces y comenzó a dormir un largo sueño.

Un sueño como los de los cuentos. Podéis ver los momentos más interesantes en Instagram: @cepazo_escaleras.

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© Guillermo Arquillos

Año 2022. Julio,15

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