Iris a todas horas
Iris a todas horas
Los clientes habían dado a Darío una
fecha que casi seguro que ya no podría cumplir. Con todo lo del accidente, el entierro
y los papeles, las cosas se habían ido atrasando. Lo único importante era la
familia de Bernabé: pobre Iris, pobres hijos. Y menos mal que Alba, la vecina,
había echado una mano con los críos.
La noticia era que Iris —Iris a todas
horas— había despertado. Los médicos lo llamaron porque era el hermano de
Bernabé. Estuvo toda la mañana con ella, olvidándose de sus esculturas y sus
herramientas. Después de quince días de coma, se había recuperado del todo, eso
parecía, como si no hubiera pasado nada. Había sido de repente. Era como un
milagro: la cuñada seguía las conversaciones con normalidad y tenía una
movilidad que los médicos calificaban de casi
total.
Lo peor, claro, lo peor fue que hubo
que contarle lo había sucedido porque ella no sabía nada. Mejor dicho, lo peor
fue que Darío se lo tuvo que contar. Necesitó muchos vasos de agua, cientos de carraspeos
y litros de sudor:
—Iris, créeme, ha sido lo mejor.
Hubiera quedado fatal, como un vegetal.
Ella apretaba los dientes y se
callaba.
—No estás sola, ya verás. Tienes a
tus hijos. Y me tienes a mí. Para lo que quieras me tienes a mí.
Ella lo veía a través de las lágrimas
y se callaba.
—Todos te vamos a ayudar, Iris. Y el
niño que venía no tuvo ninguna oportunidad porque tu cuerpo quedó casi
aplastado en el coche. Fueron necesarios dos grupos de bomberos para sacarte.
Ella se moría de pena por Javi, el
hijo que no nació. Tenía una duda que la quemaba, pero se moría de pena y se
callaba. Se dejaba acariciar las manos por su cuñado. «No estás sola, no estás
sola», le decía. Ella permanecía en silencio.
Se callaba por Bernabé y por el miedo
al futuro. Se callaba por sus dos hijos y por Javi. Aquel momento no era el
tiempo de hablar, ahora tocaba llorar. Y mucho.
Y se callaba por Darío. Darío a todas
horas. Darío, el huérfano de hermano (qué
pobre nuestro idioma, que no tiene ninguna palabra para usar cuando se te muere
un hermano).
Solo Alba, la vecina, la amiga de la
familia, se terminó acordando de que Darío también tenía que pasar su duelo. Solo
ella acabó dándose cuenta de que no era natural que un hermano perdiera a su
hermano menor, al que le había enseñado tantas cosas, con el que se había
peleado tantas veces, y con el que había
crecido y había sido feliz. Con él y con sus hijos. Y con la madre de sus
hijos, la de los ojos claros, la del pelo rubio, la mujer más dulce que había
en la ciudad: Iris. Iris a todas horas. Iris para llorar por las noches en soledad.
Unos ojos para recordar a todas horas y un nombre para aporrear con rabia los
trozos de mármol o de granito.
«Yo te hubiera querido más. Yo te hubiera
querido de verdad. ¿Es que no veías
lo de Alba?», se había repetido cientos de veces.
—¿Sabes, Darío? —le dijo ella de
repente—. Estábamos discutiendo. Bernabé y yo nos estábamos gritando porque
había encontrado en el coche un pendiente plateado con forma de candado. No
era mío.
Darío se acordó de unos pendientes de
Alba —¡qué casualidad!— de esos que no pasan desapercibidos. Debía avisar
cuanto antes a la vecina.
A mediodía, un sándwich de plástico
en la cafetería y una Coca-Cola cuando vino Alba. Tras veinte minutos, al volver
Darío a la habitación, las dos mujeres ya habían planificado el futuro e Iris dormía
un rato.
Por lo pronto, vivirían juntas, en
casa de Iris. Alba le iba a echar una mano y, al fin y al cabo, dos o tres
meses de ahorro en el recibo de la luz iba a ser muy bueno para su economía, con
los precios por las nubes.
Darío no se podía creer la sangre
fría que tenía la vecina para cerrar su casa e irse a vivir con ellos, después
de ponerle los cuernos a Iris.
Alba le dijo con voz de hospital:
—¿Sabes? Ahora Iris no está para
ocuparse de lavadoras y de planchas. Ni para llevar a sus hijos al cole. Ahora
tiene que tener un tiempo para llorar a Bernabé y a Javi. Tiene que centrarse
en ella misma y en organizar de nuevo su vida.
«Una nueva vida en la que Iris me
vuelve a dejar de lado», pensó Darío.
—Está decidido. Es lo mejor —dijo la
amiga.
Asunto zanjado. Él no tenía nada que
hacer en la vida de sus sobrinos: visitas esporádicas, todo lo más. Habían
acordado que Darío se dedicara a sus piedras y sus encargos, que tuviera tiempo
para llorar y que no echara una mano, lejos de Iris.
—Tira el pendiente de plata que tiene
un candado. Hazme caso —le dijo.
Él también tenía que tener unos meses para llorar a su hermano. Y para echar de menos el cuerpo de su cuñada: necesitaba un tiempo para recordar aquellas pocas noches de amor y para sentir la ausencia del que posiblemente hubiese su hijo, el que no superó el accidente: Javi.
Bueno, Guillermo, uno más de tus siempre interesantes relatos. Bien descrito, y con incógnita hasta el final. Mi ánimo vacacional. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias. Poco a poco intentará ir mejorando mi forma de escribir.
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