Maldito perro

 




Maldito perro

 

Hasta que sucedió todo, yo nunca había visto una persona con el cuello cortado. Si tengo que deciros la verdad, tampoco me impresionó demasiado. La sangre empapó las sábanas y goteó en la moqueta como se esparce la de un ternero por el suelo del matadero. Resultó todo un poco asqueroso.

 

Nos parecíamos tanto, que a mi primo y a mí nos llamaban los gemelos. Él, Braulio, siempre fue un necio. Yo había logrado varias veces que hiciese cosas que no le convenían, como cuando montó una librería en mi almacén. No fue inesperado que resultase ser un torpe con las ventas. Así perdió lo poco que le había dejado su madre, mi tía Rosa. Para mí, en cambio, se trató de un negocio redondo porque me pagó el alquiler durante tres años y, al final, conseguí ganar una buena pasta con la venta del local.

Dada mi costumbre de gastarme el dinero en chicas selectas y en cocaína, rápidamente me encontré sin un euro y mi madre, a quien la tía Rosa le había dejado casi todo, se negó a seguir dándome más dinero. La vieja me tenía calado: sabía que sus millones acabarían en manos de proxenetas y traficantes. Además, su prometido, que no comprendía mis debilidades, estaba deseando administrar su fortuna para que yo no viera ni un céntimo.

A ver, entendedme bien, yo no soy mala persona; solo que tengo mis defectillos, como todo el mundo. ¿Quién no tiene algún muerto que otro en el armario?

 

Aquella mañana era la víspera de la boda de mi madre:

—Máximo, estoy en la ruina —dijo Braulio.

—Vaya, no sabes cuánto lo siento —. Y puse cara de pena.

Él me miró con ojos lastimeros, como los del San Bernardo que atropellé la noche anterior y había rematado con una barra de hierro que siempre llevo en el coche. Me da tranquilidad, sobre todo, al volver, hacia las tres de la mañana. No sé qué decía su estúpido dueño, gritándome desde lejos. Yo golpeaba y golpeaba la cabeza del animal porque me había abollado un poco el coche.

 

—¿Sabes, Braulio? —le dije—. Yo también, una vez, fui un niño muy amado.

—¡Estoy en la ruina, Máximo! ¿Es que no lo comprendes? ¡Necesito tu ayuda y me vienes con esas chorradas…! Es que estoy sin blanca, de verdad. Tengo deudas hasta en las cejas. ¡Esto es un desastre!

Hundió la cara entre sus manos para que no lo viera llorar.

—Bueno, tranquilo, tranquilo... Yo tendría la solución de tu problema si mi madre me soltara algo de pasta. O si la heredase, claro.

Lo miré fijamente. Era el momento de dar el golpe de gracia.

—¿Sabes? —le dije—. Mi madre mató a la tuya.

Tuve que inventarme aquello para que saliera el monstruo que llevaba dentro mi primo. ¡Fue tan fácil convencerlo! Le conté algo sobre un veneno que habría usado mi madre, desalmada y perversa, y empezamos a planear la venganza.

Pensamos que, por unos cuantos billetes, conseguiríamos una coartada en un prostíbulo que yo frecuentaba y concluimos que, lo más sencillo, era que Braulio le cortara el cuello mientras dormía. En la cena, yo le daría un narcótico y así tendría un sueño feliz y duradero. Me entristeció imaginar que, al día siguiente, el prometido de mi madre no tendría la boda que tanto había soñado. ¡Pobrecito!

 

Estudiamos todo con detalle: cómo entraría en casa a las tres de la noche, dónde conseguiría el cuchillo de matarife, cómo tenía que entrenarse troceando unos pollos, dónde iba a deshacerse del arma y la ropa… Pero, sobre todo, le insistí en que, ante todos, él no tenía ninguna razón para matarla. Sin ninguna causa y con una buena coartada, cometería el crimen perfecto.

—Mi madre fue la única persona que me quiso. Máximo, no sabes cuánto te agradezco tu ayuda —me dijo con rabia—. Me quería, me quería, me quería: y yo odio a tu madre. Si pudiera la mataba ahora mismo.

—Espera, Braulio, espera —dije sonriendo—. Ten un poco de paciencia. El momento será esta noche, a las tres.

Según el plan, un poco antes de la hora convenida, le abrí la puerta de casa. No había luna y corría una ligera brisa. El ambiente era perfecto para un crimen hermosísimo.

 

.

A la mañana siguiente, la policía me detuvo. Estaba acusado del asesinato de mi madre. Viendo que, si no intervenía, mi vieja se terminaba casando, decidí matarla yo mismo. A las cinco de la mañana, harto de esperar, tuve que improvisar. Por eso cometí algunos errores. Entre otros, pasé por alto unas pequeñas manchas de sangre que quedaron en mis zapatillas de estar en casa.

Braulio, al final, no se había presentado. Cuando iba a llegar, el dueño del San Bernardo lo confundió conmigo. Al parecer, estaba un poco molesto por lo de la noche anterior. Le rompió varios huesos con un bate de béisbol y mi primo, abrumado, prefirió no venir.

Todo por un asqueroso perro.

¡Maldito perro!

 

© Guillermo Arquillos

Año 2022. Mayo, día 29.

Comentarios

  1. Me gusta el relato.La ironía, el humor, lo hacen muy interesante.

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    1. Muchas gracias. Ya ves, una veces tiro.por un lado y otras por otro. Me ajegro de que te haya gustado.

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