Al amanecer en punto





 Al amanecer en punto

 

«¿Habrá alguien detrás de la cortina?», pensó.

Alex seguía sudando. Por la noche, pidió un calmante porque no era capaz de dormir. El sádico que se lo trajo tenía una sonrisa de medio lado que, de ser posible, él hubiera reventado. Al fin y al cabo, tampoco hubiera sido la primera mandíbula que hubiese destrozado a puñetazos. Para eso entrenaba con el saco en el gimnasio.

Alex no solía ser violento. Siempre prefirió convencer al pringado de turno de que lo mejor era colaborar y dejarse llevar. Cuando era un chaval, le habían enseñado aquello de que “ningún jefe va a hacer nada por ti” y le gustaba utilizar aquel estribillo una y otra vez porque le daba buen resultado. Cuando algún gilipollas se le había puesto chulito, lo había mandado a que le reconstruyeran la dentadura.

Se detuvo y se quedó mirando al cristal un momento para tratar de adivinar si había o no gente detrás de aquella cortina; pero alguien tiró de él, qué más daba quien fuera, y lo hizo avanzar con sus ridículos pasitos de pato.

«¿Dolerá la oscuridad? ¿Serán ciertas las cosas que cuentan?», se dijo.

Miró al reloj de la pared. La aguja roja parecía que había enloquecido. A Lilyan le gustaba que le diera caña a la moto cuando iba de paquete. Y aquella mañana, después de lo de la gasolinera, se lo había pedido:

—Métele todo lo que puedas, que estoy cachonda. ¿No oyes que vamos a tener la pasma encima en un pispás? Dale caña, joder, si nos pillan son dos años como mínimo. Y porque solo he rozado al gilipollas…

—Ya da igual, Lilyan, pero yo le hubiera partido la boca al héroe ese, antes de que se diera cuenta. Me hubiera gustado ver sangrar sus labios de negrazo de mierda.

—Déjate de rollos. ¿Para qué crees que llevo a mi amigo del treinta y ocho? Este no me falla.

Alguien tosió. El ruido vino de detrás de la cortina: se lo esperaba. Había leído mucho durante los años de espera sobre las personas que acudían a mirar. Solían hablar de pacificar sus recuerdos, pero él sabía que se trataba de venganza.

Por más vueltas que le daba al asunto, no se arrepentía.

Recordó a Lilyan y, a pesar del cuero y las hebillas, no sintió ninguna presión en los brazos, ni en las piernas, ni en las manos. Solo veía los ojos azules de Lilyan, su sonrisa. Siempre olía a alegría.

Con frecuencia se levantaba a llorar un rato en el sofá y recordaba la botella con la que le pegaba su madre hasta que se escapó de casa. La chica le preparaba una tila o un lo-que-fuese, se sentaba a su lado, en silencio, le agarraba la mano y dejaba que se le pasase. A veces tardaba horas. Y al día siguiente golpeaba con rabia al saco en el gimnasio. Alex decidió aprender a pegar puñetazos el día que dejó tirada a su madre en el sofá, con una cogorza descomunal.

Tardaron poco en ponerle aquellos tubos. Notó cómo el primer líquido entraba en sus venas, poco a poco. Y no pudo controlar que un hilillo de saliva chorreara por un lado de su boca.

«Cuando todo haya terminado, ¿me mearé?», pensó. El mundo se fue apagando. Cada vez estaba más mareado.

De pronto, detrás del cristal, sonó el himno. Con las pocas fuerzas que le quedaban, levantó la cabeza y vio que habían abierto la cortina. Había ocho o diez personas mirando el espectáculo. Alguien llamó la atención a un muchacho de ojos azules al que le sonaba la alarma del móvil con el himno.

«¡Dios salve a América!», se dijo Alex.

Vio una señora que estaba llorando y sintió que el muchacho le clavaba los ojos. Sonreía. Esa fue la última mirada que vio Alex.

Habían pasado solo cuarenta segundos: una eternidad. Cuando ya no podía notarlo, le pusieron un nuevo líquido. No podían permitir que Alex, en algún momento, tuviera convulsiones. Sería demasiado sádico ver un cuerpo agitándose en la camilla, sin conciencia, atado de pies y manos.

Tardó un poco más en hacer efecto. Hubo que dejar pasar minuto y medio para que actuase sobre la masa de carne sin voluntad en la que se había convertido Alex.

Cuando Lilyan cayó abatida, porque les dispararon desde el coche, frenó en seco, giró la moto, sacó su treinta y ocho —él también tenía otro— y acertó contra los dos policías a través del parabrisas.

Dos disparos, dos muertos. Se echó a un lado para que el coche siguiera avanzando y chocase con la mediana, pero pasó por encima del cuerpo de la muchacha y ahí acabó todo. Por más que lloró y la abrazó, su aliento se había ido y él ya no quiso seguir viviendo.

La tercera inyección fue la que lo mató. Fue un compuesto de extraño nombre que provocó en el acto que su corazón dejara de latir. Inmediatamente, dos sanitarios se acercaron al condenado e hicieron las comprobaciones legales. Uno de ellos levantó la voz para decir: «Está muerto».

Detrás del cristal, las familias de los dos policías se abrazaron. Algunos llorando, otros contentos por haber visto aquella ejecución, después de tantos años de espera.

Al muchacho de ojos azules, que era hijo de uno de los policías que mató, le volvió a sonar la alarma con el himno. Lo amenazaron con una multa, pero él sonrió.


© Guillermo Arquillos

Año 2022. Junio, día 9


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