La desgracia de ser familia de Ernesto
La desgracia de ser familia de Ernesto
(Ernesto)
Antes del fin de semana, mataré a mi tía Angelines.
Sí, sí, la mataré. Veré cómo se retuerce de dolor con lo que le ponga en la
tisana. Le faltará la respiración hasta que se ahogue. Hay venenos muy
efectivos.
Juan, el dueño de la ferretería, me dirá cuál usar y
cómo conseguirlo. Igual le pido que me lo busque él mismo, ya veremos. Al
principio se va a negar a decirme lo que utilizó, claro; pero yo lo amenazaré
con revelar su secreto. Ya estoy viendo su cara.
Le diré: «Vas a ir a la cárcel, por tonto. Sí, sí. Por
tonto. Si no me ayudas diciéndome cómo lo voy a conseguir, te denunciaré y
tardarás muy poco en detenerte. Te meterán en chirona un montón de años y, al
final, te vas a enterar de cómo tratan en prisión a los que matan a sus
mujeres. No te gustará, ya verás».
Él me mirará con los ojos muy abiertos, como cuando
van a acabar con la vida de un animal y todo huele a matarife. Yo le sonreiré
con desprecio, que es lo que se merece. Me preguntará que cómo me he enterado,
pero yo no se lo voy a contar. Al final, no podrá negarse y me terminará
diciendo qué veneno debo usar.
Así que me pasaré ahora por casa de mi tía, la
saludaré con mi sonrisa falsa, la que siempre aparento para ella, le daré un
besito en la frente y se quedará convencida de que todo va bien. Dejaré la
cartera con los papeles del divorcio, y me iré a la ferretería. No quiero que
cierre sin haber hablado antes con Juan.
Nadie podrá acusarme de nada. ¿Quién va a sospechar de
un recién separado que se muda para cuidar de su tía, ya mayor, y está
dispuesto a entregarle los mejores años de su vida? Será cuestión de llorar su
muerte lo suficiente y que todos me vean.
(Angelines)
Antes del fin de semana, voy a matar a mi sobrino
Ernesto. Me lo voy a cargar por estúpido, más que nada. ¿Alguien puede creer
que voy a compartir la herencia de mi hermana? Bueno, es verdad que me vendrá
bastante bien una persona que me acompañe y cuide de mí conforme me voy haciendo
mayor, que dentro de poco los huesos no me van a respetar. Pero, con el dineral
que heredaré de Lourdes, voy a tener bastante para pagar a quien me cuide.
Y así, de camino, me libraré de sus sonrisas falsas...
jamás me va a convencer con sus abrazos postizos: nunca me querrá. Dentro de
poco le devolveré sus besos babosos en la frente, cuando le cierre los ojos.
La mejor manera de deshacerme de él es envenenarlo.
Juan, el de la ferretería, me va a terminar contando cómo podré conseguirme un
veneno apropiado. Él se negará a revelármelo de primeras, claro, pero yo le
largaré que sé perfectamente lo que le hizo a su mujer. Que no se lo diré nunca
a nadie a cambio de una pequeña ayudita. Tampoco le va a costar tanto esfuerzo
confiar en una vieja, como yo, que moriré dentro de pocos años.
De todas formas, igual no tengo ni que cargármelo. Lo
mismo le da por suicidarse él solito cuando sea realmente consciente de que su
mujer se está acostando con otro. Algún día me enteraré con quién y me moriré
de la risa, porque nunca conoceré a nadie más cobarde y apocado que Ernesto.
Será una pena haberlo matado y no ver su expresión cuando se sepa el nombre del
amante. ¡Qué cara de imbécil se le quedaría si lo llegase a saber! Bueno, la
suya, la de siempre...
Seguro que Ernesto va a terminar siendo un cadáver
precioso.
(Ernesto)
Es un lujo usar el taxi. A ver, la cartera..., aquí
mismo.
En unos cuantos folios llevo mi ruina. Es triste. No
me va a quedar ni un puto euro después del divorcio. La única solución que
tengo es la herencia de la tía Lourdes, pero la tacaña de la tía Angelines es
un obstáculo.
Necesito pensar fríamente, porque en el bufete no me
dejan concentrarme en cómo acabar con ella y ser el único heredero. Como herede
la vieja, no veo ni un céntimo. Eso está claro.
Hace frío en esta casa. Mi tía es una tacaña que no
pone nunca la calefacción por el gasto que supone. Mírala ahí, con el pelo
blanco, casi calva y sin la mitad de los dientes. Parece una bruja:
—Hola tía, ¿qué tal el día?
—Deseando que volvieras. No tengo fuerzas ni para
hacerme una tisana, Ernesto, ¿serías tan amable...?
—¿Cómo no? ¡Ahora mismo, por supuesto! Por cierto,
tengo que salir a un recadillo antes de que cierren. Sí, sí, va a ser cosa de
un momento.
—Vale. Pero no tardes mucho. Ya sabes que me siento
muy sola.
¡Pues te jodes, como Herodes! Tengo ganas de ver
cuanto antes cómo te retuerces de dolor.
¡Qué latazo de tisana, tres minutos! Juan no puede
negarse. A ver, que luego me acuerde dónde dejo la cartera, que siempre se me
olvida dónde pongo las cosas.
—No tía. Ya sabes. Todo va a ser un ir y venir. Otro
besito.
Huele mal, debe ser ella. Yo creo que esta vieja huele
mal.
—Hasta ahora, no tardo nada.
(Angelines)
¿Dónde coño irá el estúpido de Ernesto? Mira que es
tonto. Sí, tú sal a dar una vuelta, a ver si te despejas. ¡Valiente vago que
estás hecho! Si no fuera por lo de la sangre y esas cosas, ya te podías estar
buscando una habitación con derecho a cocina. Eres un pesetero, Ernesto, a tus
cuarenta y tres y con todo tu puestazo en el despacho de abogados, eres un
pesetero, como lo has sido desde que eras un crío.
Si no me deshago pronto de ti, me temo que tú vas a
acabar conmigo. Ya sé que no te vas a esperar a saber a quién ha dejado Lourdes
su dinero. Hace un rato, ha venido Juan, el de la ferretería, y ya lo tengo
todo preparado. Dame una oportunidad, despístate un pelo y te despacho en un
periquete.
Comprendo perfectamente a tu mujer, Ernesto. Es que
eres un cobarde. Un cobarde y un pusilánime. Ya te imagino retorciéndote de
dolor cuando te bebas lo que te voy a preparar.
(Escribiendo)
A Juan le gustaba escribir a mano en la oficina de la
ferretería. Usaba un bolígrafo muy caro:
»Desde que murió mi mujer he estado trabajando a esta
familia de gilipollas. Cuando la vieja me comentó lo de la herencia de una tal
Lourdes, empecé a insinuarles a ambos que no podrían compartir el dinero. Al
estúpido de Ernesto, sí, sí, Ernesto —como él diría—, le dije que su tía no le
iba a dar ni un duro si heredaba. Y a la bruja la convencí de que el poca
sangre de su sobrino se iba a deshacer de ella.
»Lo más difícil fue hacer que, cada uno por su cuenta,
llegaran a convencerse de que había matado a mi mujer, pobrecita mía, con lo
que yo la quería, y de que había usado un veneno indetectable. ¡Qué estúpidos!
Ha habido que echar muchas horas de charla con los dos. Cada mañana, con
Ernesto en el bufete, me acercaba a casa de la vieja y cuando salía el imbécil,
me lo encontraba, qué casualidad, conforme ponía el pie en la calle. Sin
prisas. Ellos debían deducir por sí mismos las conclusiones a las que yo quería
que llegaran.
»Al final, todo ha salido como estaba previsto: el
viernes se envenenaron el uno al otro. Me pidieron lo que se imaginaban que yo
había empleado con mi mujer. Yo les di un matarratas líquido que dicen que no
tiene sabor. Lo tuvieron que pasar mal, ya lo creo, porque cuentan que es como
si las tripas te ardieran. ¡Qué más me da, si eran tontos!
»Total, que me los he quitado de en medio. No pensaba
que las cosas fueran a precipitarse, pero el abogaducho de mierda parecía que
no tenía ningún problema en concederle el divorcio a su mujer y el papeleo iba
demasiado deprisa.
Bueno. Bien está lo que bien acaba».
Epílogo primero:
La viuda de Ernesto no recordaba desde cuando era la
amante del dueño de la ferretería. Al morir la mujer de este, decidieron que
había que hacer algo con Ernesto y con su tía. Juan era capaz de organizar una
bonita despedida para ambos. De modo que, como todavía no habían firmado los
papeles del divorcio, la heredera de los millones de Lourdes acabó siendo la
legítima esposa. A pesar del pico que se llevaba Hacienda, quedaba un buen
pellizco.
Era un trío magnífico: Juan, los millones de Lourdes y
la mujer de Ernesto.
Epílogo segundo:
Juan terminó rompiendo el folio en el que había
escrito todo aquello. En uno de los trozos, que quedó casi intacto, se podía
leer con claridad:
«En cuanto me case con la viuda de Ernesto, tengo que
pensar en cómo deshacerme de esa estúpida».
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© Guillermo Arquillos
Año 2022. Mayo, día 23.
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