EL TRATO

 




EL TRATO

 

Pasó una jornada para llegar al lago, unas horas en barca y varios días esperando ser recibido por el oscuro mago. Cuentan que Madhur, el hechicero del palacio del lago, había construido aquel maravilloso edificio hacía tres siglos y había encontrado la fórmula de la inmortalidad.

Sus conjuros le proporcionaban años y años en los que vivir su tormentosa vida, llena de traiciones y ensalmos. En medio de la soledad que le daba el agua, desde su misteriosa mansión rosada, controlaba la vida de todos los habitantes del Rajastán.

Anand, el príncipe de Jaipur, tuvo que postrarse ante Madhur:

—Ayúdame, vidente, con el poder de tu magia.

—Mis conjuros son muy caros —contestó el brujo—, porque la vida se paga con la vida y el tiempo con el tiempo se paga.

En la sala de audiencias, los mortales no podían ver su supuesta majestad. En aquel formidable salón, lleno de espejos y decoraciones de diosas, el solicitante tenía que permanecer postrado ante una cortina roja. Allí debía contemplar la imagen, bordada en oro, del palacio en medio del lago.

Anand, el soberano, se humillaba ante aquel ser infame, con todo el abatimiento de su orgullo pisoteado. Nadie había encontrado en los libros santos un remedio para la triste enfermedad de Lavinia, la adorable esposa del príncipe. La princesa se iba muriendo, día a día, sin que pudieran hacer nada por ella. Después de recorrer cientos de santuarios para suplicar la sanación de su mujer, tras haber traído los mejores médicos de toda la India y China, su esposa seguía muriéndose. Cada día le quedaba menos vida; cada mañana, menos fuerzas, siempre a punto de no volver a abrir sus hermosos ojos nunca jamás.

«El tiempo con el tiempo se paga» —había dicho Madhur.

Y le había dado seis días para decidirse. Debía escoger entre Lavinia, a quien podía salvar, o designar una vida que tendría que entregar a cambio: la suya propia o la de alguien de su sangre. Disponía de menos de ciento cincuenta horas para pronunciarse. 

«Así es como Madhur consigue ser inmortal», pensó. «Se apropia de los años que les quedan a las vidas de quienes se postran ante él o las de sus familiares».

Anand estaba desolado: «¿Para qué quiero vivir si no es con mi dulce esposa Lavinia, la única persona tierna y fiel que me ha hecho feliz? ¿Y si entrego la vida de mi hijo Hari, el heredero; o la de Marala, mi hija de cuatro años?».

Su obligación era decidir. El tiempo no se detenía.

Anand recordaba una y otra vez las risotadas de Madhur, siempre oculto: «Debes elegir, debes elegir. Escoge bien para que yo viva los años que arrebate a los de tu sangre. Lo único valioso que hay en ti, pobre mortal, es el tiempo que me entregues. Así prolongaré mi vida».

No podía complacerlo con el aliento de una niña tan pequeña. Tampoco podía regalarle la existencia de su heredero Hari, futuro soberano de su pueblo. «Solo puedo pagar con mi propia vida».

Día cuarto. Se acerca el plazo. «Si no eliges, Lavinia morirá».

«¿Para qué quiero vivir si no es con mi esposa y mis hijos?», pensó aterrorizado.

Día quinto. «Son mis últimas horas de vida», se dijo. Sintió la brisa que venía del lago y se estremeció.

Día sexto:

—¡Quiero hacer una oferta a Madhur! —gritó.

Lo llevaron a la sala de audiencias. Allí se repetían los ecos de sus pasos. Y Anand se postró.

Detrás de la cortina, se oyó la repugnante voz de Madhur:

—Maldito gusano, ¿has escogido ya la sangre que me ofreces como pago por la vida de Lavinia?

—He decidido. No tengo otra posible elección. A cambio de la sanación completa de mi esposa, te ofrezco…

Estaba convencido; pero, en el último instante…, ¡ay! El miedo, el miedo nos gobierna. Tomó aire. Tragó saliva.

—… a cambio de la vida de mi fiel esposa, te ofrezco la de mi heredero, el príncipe Hari.

Detrás de la cortina se oyó una tremenda carcajada. Madhur no podía parar de reír. La cobardía del príncipe fue la chispa que encendió sus horribles risotadas.

—Eres una miserable sanguijuela. ¿Tanto temes a la muerte? ¡Así que me entregas los años de vida que le quedan a un muchacho!

Anand apretó los puños. Era incapaz de levantar la vista del suelo. No podía sentir mayor humillación que su propia cobardía.

—No me vale, Anand. No me vale.

Y entonces, muy despacio, pronunció sus palabras una a una:

—Solo puedes entregarme la vida de alguien… de tu propia sangre.

Anand contuvo la respiración. Clavó su mirada en la cortina. Comenzó a sudar. De repente, comprendió el mensaje de Madhur y lloró con amargura.

 

Desde aquel día, cambiaron la imagen del tapiz que oculta al hechicero. Ahora es la de un príncipe cobarde. Un soberano miedoso que se está quitando la vida con su propia daga en la sala de audiencias del palacio que hay en medio del lago.

 

© Guillermo Arquillos

Año 2022. Mayo, día 8



 Nota: Este relato participa en la convocatoria semanal del grupo de escritura creativa Cuatro Hojas. El tema propuesto ha sido "Un palacio en medio del lago" (Inspirado en el  Jal Mahal, que literalmente es un palacio que hay en medio de un lago en la India)

 

 


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