El espejo mágico




El espejo mágico


Uno de los espejos de casa, el que estaba en la habitación situada junto al salón, poseía una característica especial: todas las personas que se miraban en él empezaban a reír y no podían parar de hacerlo mientras veían su imagen reflejada.

Los niños, que conocíamos aquella cualidad, no dejábamos que cualquiera se mirara en aquel espejo. Si, por ejemplo, venía a casa González, el tendero, y quería aprovechar un momento en que nuestros padres no estaban en el salón, le impedíamos que se viera en él usando toda clase de artimañas. Mi hermana Alicia ponía los ojos en blanco hasta llegar a parecer que tenía una posesión demoníaca y bloqueaba la puerta. Yo, como era el más pequeño, solía agarrar la mano del invitado y tirar con fuerza para que no entrase. Y Jaime, que era muy alto, se colocaba tapándolo en caso de que la visita hubiera conseguido acercarse al espejo. 

«El espejo es solo nuestro», nos repetíamos los niños, que no queríamos que nadie lo utilizase. 

Daba un poco de miedo que un adulto llegara a reflejarse en él. En una ocasión, cuando nuestros padres fueron a la cocina a preparar aperitivos, se quedó con nosotros una señora que no conocíamos de nada. Aunque estábamos entretenidos con nuestras cosas, vimos que la desconocida se acercó con disimulo al espejo. Empezó a reír y a reír y a reír sin parar, hasta el punto de que, cuando conseguimos alejarla entre todos, incluso parecía que era feliz. Nos dio un buen susto. Luego, nos tranquilizamos porque comprendimos que era una consecuencia momentánea de las carcajadas y que, como buena adulta, cuando recobró el control, volvió a ser la dama seria y amargada que había entrado en casa unos minutos antes, con su sonrisa hipócrita. 

Conforme crecíamos, los niños lo usábamos cada vez menos porque ya no disfrutábamos tanto de su efecto: nos enseñaban que la risa es una enajenación transitoria del juicio y nos íbamos convirtiendo en adultos responsables y aburridos.

Los últimos años que vivimos en casa, cerramos aquel pequeño cuarto para que nadie pudiera utilizar el espejo, no fuera a ocurrir que alguien empezara a reírse y llegara a ser feliz.

Cuando mis padres murieron, lo primero que hicimos, como buenos hijos, fue vender la casa y pelearnos entre nosotros por la herencia. Yo pude quedarme con el espejo porque mis hermanos lo habían olvidado por completo, como era lógico.

Hoy lo tenemos en un cuarto secreto que hay en casa. Con bastante frecuencia, o mi mujer o yo mismo nos ponemos delante y nos miramos a la cara. Así, mientras vemos nuestra imagen reflejada, nos reímos de casi todo lo que le obsesiona tanto a la gente.

Un amigo, que sabía de su existencia, me preguntó un día que por qué se reía sin parar la gente cuando veían su imagen en aquel espejo. Yo le conté el secreto: cuando te reflejas en él, te ves con pelo y nariz de payaso. Así, mientras que te tomas a guasa a ti mismo, de lo que te estás riendo es del mundo entero.

Creemos que hemos enseñado a nuestras hijas la lección más importante: si ríes y ríes sin parar, puede ser que logres ser feliz. O, al contrario, si eres feliz, quizá ha llegado el momento de que te mires en el espejo mágico y empieces a reírte de ti mismo.

Y es que hay pocos adultos que lo hayan comprendido; y, si alguna vez lo supieron, ya lo han olvidado: reírse de uno mismo es una cosa muy seria porque corres el peligro de ser feliz.


© Guillermo Arquillos
Año 2022. Mayo, día 1

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