El cartero desaparecido



 El cartero desaparecido

 

En casa de Lucas Gálvez, el cerrajero, estaban asustados.

Hacía años, cuando era un aprendiz, las llaves eran grandes, pesadas y de metal duro. Tenían la cabeza en forma de anilla y las paletas parecían los dientes de un niño.

¡Qué tiempos aquellos! —decía Lucas a su hijo.

—Pero, papá, ahora las cosas son mejores. De todas maneras, ¿qué más te da? Porque dentro de poco te vas a morir.

Lucas miró a su hijo con ojos de asombro. No se esperaba que le dijera aquello. El cerrajero pensó que tenía un hijo medio tonto.

«Bueno», se corrigió, «quizá sea tonto del todo».

Lucas había reflexionado muchas veces en lo extraño y desagradable que resultaba que sus hijos fueran mayores que él mismo.

«Todo un sinsentido, claro».

Aquel hijo tenía preparado el ataúd para su padre desde hacía muchos años y, como el tiempo lo había estropeado, terminó cambiándolo, a la espera de una muerte que nunca llegaba.

Lucas siempre tenía treinta y nueve años.

Eso no era lo acostumbrado en el pueblo, desde luego. Los habitantes de aquel villorrio perdido, cuando venían al mundo, iban cumpliendo un año cada doce meses, pero Lucas, al llegar a los treinta y nueve años, dejó de envejecer.

Sus vecinos, sus hijos, sus amigos y el policía municipal, todos aumentaban su edad por cada año que pasaba, pero Lucas no. Por eso fue viendo cómo se iban muriendo sus padres, sus tíos, los alcaldes, los curas y los maestros del pueblo. Se hacían mayores, envejecían, les daba un patatús o un aire o un telele y se terminaban muriendo. Otros se morían de viejos, como es natural.

Para Lucas, era insoportable y envidiaba a todos los que iban teniendo arrugas, achaques o reumas.

Tal era su desesperación, que había intentado quitarse la vida muchas veces, pero nunca lo había conseguido. La cuerda con la que quiso ahorcarse se rompió, el tren que quiso que lo atropellara se detuvo por una avería y al cuchillo que agarró para cortarse las venas se le partió la hoja y no se hizo ni un triste arañazo. Él solo quería morirse, como se moría todo el mundo, porque su intención era no fastidiar a sus hijos y no privarles de que disfrutaran de una injusta pelea por la herencia, como hacen siempre los buenos hijos.

Un día, al encender el ordenador, Lucas se fijó en un correo electrónico de su bandeja de entrada. Era un remitente extraño: Correos.com.

Venían a decirle que el cartero que tenía que haber ido a entregarle su carta en febrero de hacía cuarenta y dos años, había sufrido un pronto repentino, enfermedad gravísima, y que había desaparecido.

«Sí», pensó, «el cartero desaparecido tiene la culpa de todo».

En aquel poblacho tenían la costumbre de que se morían cuando recibían una carta. Bueno, a los dos días exactos de recibirla, para que les diera tiempo de preparar las cosas y elegir el traje de la mortaja. Porque era esencial que los muertos fueran muy guapos al otro mundo, con sus mejores galas y los ojos cerrados, aparentando ser personas importantes, como si fuesen los que se velan en los teatros o en los parlamentos autonómicos. Como si a alguien le importara que se hubieran muerto.

Lucas no recibió su carta cuando le tocaba, hacía ya más de cuarenta años, porque el cartero había desaparecido con el correo de ese día, le decían en el email. En su lugar, el envío había ido a parar a un tal Lárvez, de León, que también se llamaba Lucas, el pobre, y que murió a la tierna edad de ochenta y cuatro años, cuando todavía no le tocaba.

Correos.com le pedía disculpas por las molestias que le había causado el cartero desaparecido y le aseguraba que aquel envío era suficiente para notificarle la intención que tenía la Muerte para visitarlo un par de días después. Que seguro que quería estar elegante para aquella ocasión.

A Lucas Gálvez, el cerrajero, le cambió la cara. Abrió el frasco de colonia buena que le habían echado los Reyes Magos en mil novecientos noventa y tantos: un bote que olía a una mezcla de pachulí con Varón Dandi, y se paseó por todo el pueblo con cara sonriente. Anunció que por fin se iba a morir y explicó a todos el perjuicio que le había causado el cartero desaparecido. Su cuerpo se había olvidado de hacerse viejo porque, en realidad, tendría que estar muerto. Y los muertos que no se estropean, no envejecen.

Y así, Lucas, llegó a esperar a la Muerte dos días después con una sonrisa en el corazón.

«Cada cosa tiene su tiempo», pensó.

La Muerte le pidió disculpas por su impuntualidad. En compensación por los años que había estado esperándola, acordó con él que buscaría de nuevo al cartero desaparecido y le prometió que lo convencería para que le llevara su carta. Así terminaría muriendo, como todo el mundo.

Y Lucas, después de tantos años, volvió a sonreír porque, por fin, supo que se iba a morir y no sabía cuándo.

Como todo el mundo.

 

© Guillermo Arquillos

Año 2022. Mayo, día 1

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