Las simultáneas
Las simultáneas
Quizá os interese saber, o quizá no, que su vida cambió el
día en que dijo:
—Abuelo, quiero que me enseñes a jugar al ajedrez.
El abuelo lo miró con cara de asombro y con orgullo. Al fin
y al cabo, había enseñado a los demás críos y que uno de ellos, uno más, se lo
pidiera, era una prueba de la confianza que tenían en él, ya mayor. Aquella era
una familia amplia en la que los nietos se educaban con los abuelos, los primos
crecían juntos y los hijos aprendían tanto de sus padres como de los tíos,
porque todos se sentían responsables de todos.
Quizá os interese saber, o quizá no, que Jesús, a pesar de
las evidentes dificultades que tenía y de las cuales todos eran conscientes,
aprendió a jugar al ajedrez de la mano de su abuelo. Tendría unos doce años. Y
se le daba tan bien, a base de trabajar más que los demás, que transcurrido un
tiempo, ya le ganaba a su propio maestro.
—Es que no había visto dónde estaba esa pieza —protestaba de
vez en cuando.
—¡Vale, abuelo, no importa! Te dejo que rectifiques la
jugada.
Y volvían hacia atrás para que, dos o tres movimientos más
tarde, le comiera otra, quizá una torre o un alfil.
Entonces el abuelo se levantaba enfadado de la mesa y se iba
a la cocina, apretando los puños y orgulloso porque su nieto le ganaba, ¿quién
lo diría?, en el juego que él consideraba mucho más que una diversión: un arte,
una ciencia. «Lo fundamental es esforzarse, ¿sabes? Lo importante es
participar» —le decía.
Los Reyes Magos, esos sabios que antes venían de Oriente y que
ahora vienen de los grandes almacenes, le trajeron una máquina que jugaba al
ajedrez con un nivel altísimo. Eran otros tiempos. Entonces poca gente tenía un
tablero electrónico como aquel. Y el muchacho fue subiéndole el nivel, poco a
poco. Su juego seguía mejorando, aprendiendo cada día a base de practicar y
practicar.
Se apuntó al club y allí lo miraron con caras de extrañeza.
A sus veinte años, pensaron que perdería todas sus partidas y que dejaría
pronto de jugar contra ellos. Pero él siguió aprendiendo. Y estudiaba también el
modo de controlar sus nervios porque tal y como le insistían a diario: «Dominar
los nervios es necesario para el juego y para la vida».
Poco después, a sus veintipocos años, llegaron las
simultáneas: cincuenta tableros.
A los diez minutos de empezar, Kasparov ya había levantado a
la mitad de los oponentes, algunos muy buenos, pero que no eran capaces de
soportar la agresividad del gran campeón del mundo.
Media hora: quedaban solo los mejores jugadores. Jesús veía
cómo se iban levantando de sus puestos muchos compañeros situados a derecha e izquierda.
Kasparov miraba atónito como aquel joven le plantaba cara y conseguía,
con movimientos audaces, una posición con ventaja. Cada vez que se pasaba por
su mesa, el gran maestro tenía que dedicar más tiempo para resolver la
situación.
Ocho tableros. Los espectadores, muchos con gran nivel, se
agrupaban alrededor de su mesa. Comentaban, asombrados y en voz baja, la
posición que había conseguido frente al gran Gari Kasparov. Jesús, intimidado
por tanta gente, tenía dificultades para concentrarse: era la partida de su
vida.
Siete tableros, seis tableros. Adelanta el caballo. El
campeón del mundo llega a su mesa. Estudia la posición. Suda. No puede
consentir que un joven como Jesús le haga tablas ni, por supuesto, le gane: sería
titular de las próximas ediciones de todas las revistas de ajedrez del mundo. Vuelve
a mirar las piezas y se aleja de la mesa. Aprieta los puños. Se acerca de nuevo
al tablero para comprobar si ha memorizado la posición con exactitud. Y mueve
un alfil.
Algunos espectadores suspiran, admirados. Mientras el gran
jugador va ganando a los pocos rivales que quedan, Jesús permanece concentrado.
Analiza la nueva situación tras el movimiento del oponente. La mira una y otra
vez. Y recuerda las palabras de su abuelo: «Lo importante, es participar, lo
importante es esforzarse. Lo esencial es disfrutar mientras se intenta aprender
y aprender, crecer y crecer: eso es vivir».
Y llega a la conclusión de que está perdido. Kasparov es un
genio. Cinco tableros y ahora se acerca. El muchacho, se levanta, le sonríe y
le choca la mano. El campeón del mundo respira aliviado. Sabe que la partida,
llevada hasta el extremo, podía desembocar en tablas.
Una foto, una sonrisa, aplausos de la gente maravillada. El
orgullo de Jesús para toda su vida. Para él y para toda su familia.
Quizá os interese saber, o quizá no, ¿quién sabe?, que lo
que os cuento en el relato está basado en hechos reales. Y que Jesús, era
síndrome de Down: una persona maravillosa. No habéis conocido a nadie como él.
¡Ah!, se me olvidaba: Jesús era primo hermano mío.
Siempre lo quise y siempre lo admiré.
© Guillermo Arquillos
Año 2022. Marzo, día 13
Por los comentarios que alguien ya ha hecho al leer este relato, te recuerdo que es un texto DE FICCIÓN. No es biografía ni es Historia aunque está basado en hechos reales, como digo. Al escribirlo me he propuesto sacar a la luz valores, emociones, sentimientos..., e intentar hacerlo de una forma que resulte atractiva al lector. Espero haberlo conseguido.
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