Brígida y Marcial
Brígida y Marcial
—¿No te habías muerto? —le dijo a Brígida.
—Sí, estoy muerta. Sí.
—Y entonces ¿qué haces aquí? —preguntó Marcial, extrañado—.
Tú, donde tendrías que estar es en el infierno ¿no? Al fin y al cabo es lo que
te mereces, por tu avaricia, por tu egoísmo. Porque nunca diste un duro para
ayudar a nadie.
Brígida fue la mujer más fea que vivió en Solazno. Hasta
primeros de siglo, aquellas casas estaban habitadas por cientos de personas. Pero
ahora, aparte de Marcial y de los lobos que bajaban de vez en cuando por las
torrenteras, la aldea estaba casi vacía.
Una de las últimas mujeres de Solazno fue Brígida. Pero ella
no se fue a Alicante o a Gandía, como los demás. Se marchó al otro mundo: había
dejado una nota de suicidio y desapareció. Nunca encontraron su cadáver.
Marcial estaba desolado viendo cómo Brígida era tan avara
que permitía el sufrimiento de Elena, la sobrina de aquella mujer, una pequeña muñeca
de seis años. La niña tenía una enfermedad rara, que Marcial nunca supo cómo se
llamaba, y que le causaba un dolor insufrible. Pero la tía no estaba dispuesta
a pagar ni un euro por un tratamiento que no cubría la sanidad pública y que su
padre no podía costear.
Eso sí, de vez en cuando le compraba caramelos. Medicinas,
no: porque eran caras; caramelos sí: porque eran baratos y hacían que a la
pobre cría se le iluminara los ojos.
Su hermano Antón estuvo a punto de darle una paliza a
Brígida en dos o tres ocasiones. Cuando murió el padre de ambos y dejó la casa
y todas las tierras a Brígida, Antón tuvo un ataque de celos contra su hermana.
Hasta la enfermedad de Elenita no se volvieron a hablar y eso fue porque
Marcial, que era amigo de ambos, los puso en contacto por si se podía hacer
algo por aquella chiquilla.
Imposible. La tacañería de Brígida le impedía compadecerse de
aquel ángel que se pasaba los días en su pequeña cama. Tampoco tenía humanidad
hacia su propio hermano que, ya viudo, vivía casi sin recursos de una minúscula
paga y de lo que daba el huertecillo de detrás de su vieja casita.
Y el tiempo pasaba. Y la lluvia llegaba. Y apretaba el calor
algunos días y Brígida solo se acercaba por casa de Antón para besar a Elenita
en su cama y llevarle caramelos. Ni una maldita gallina mató para hacer un buen
caldo.
Un día, aquel ángel se murió. Los pocos que quedaban en la
aldea, tuvieron que bajar a la parroquia de Hóllego para llorarla en su cajita
blanca, porque la capilla de Solazno estaba casi derruida.
Antón ya no volvió a subir a su casa. Desde la puerta de la iglesia,
se marchó. Alguien contó que, con el tiempo, había prosperado en Alcoy poniendo
un pequeño comercio que iba haciendo más y más grande.
—¿Es que en el infierno tampoco te querían? —se reía Marcial
del espectro.
Pero el fantasma de Brígida bajaba la cabeza y se callaba.
—Siéntate mujer, que el infierno debe quedar muy lejos y
estarás muy cansada viniendo desde allí.
Ella se quedó de pie. Sus faldas largas rozaban el suelo y su
cara deforme y sin vida le daba un aspecto triste. «Brígida —pensó Marcial—, es
una muerta muy fea y muy triste».
—¿Y para qué has venido por aquí? ¿No estabas mejor en el
más allá?
Dio la impresión de que la aparecida sopesaba sus palabras
con cuidado.
—Necesito saber algo. Hasta que no lo sepa, mi alma estará
vagando por este mundo, sin tregua ni descanso. Estoy atrapada en el tiempo
mientras veo cómo todos los muertos alcanzan la vida eterna. El sufrimiento es
horroroso.
—Pues tú me dirás, Brígida, en qué te puedo echar una mano…
Y el espectro explicó a Marcial lo que necesitaba saber y
cómo podía ayudarla.
Al rato, el fantasma se marchó y Marcial pudo respirar
tranquilo.
Se sentó ante la chimenea, se encendió un cigarrillo y
empezó a jugar con el machete que le había dejado Brígida y que tenía clavado
en su cuerpo —según le dijo—. La mujer había muerto asesinada con aquel machete
y debía saber quién la mató para poder ir al otro mundo. Le contó que la
acuchillaron de noche y por la espalda y que no sabía quién había sido.
Pasaron unos minutos. Marcial se levantó, abrió el baúl de
la sala y puso allí el machete. Lo colocó junto a la azada y la pala que había
utilizado para enterrar el cuerpo de Brígida.
Luego cogió el álbum de fotos y, con los ojos llorosos, se
puso a revisar las imágenes de su hija Elena: la muñeca que el tonto de Antón
siempre había creído que era de su propia sangre.
© Guillermo Arquillos
Año 2022. Marzo, día 8
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