Lo que era

 


Lo que era

 

Se acordaba de lo que tenía que hacer, pero le temblaban las manos.

«Además —se había dicho muchas veces—, a mí nunca me puede pasar eso, porque la gentuza no quiere líos con los jóvenes».

—El pueblo ya no es lo que era —y torcía la boca—, cada vez queda menos gente que sepa valorar unos buenos zarcillos o un collar de perlas naturales. ¿Y el oro? Los únicos que siguen comprando oros son los que no se sabe si te van a pagar o van a salir corriendo.

—Pero, abuelo, aquí todavía hay mucha vida —se quejaba Elías.

—Antes, las familias invertían todo su dinero en piezas valiosas, porque las joyas nunca pierden valor —e iba asegurándose de que se quedaban las luces apagadas—. Además, desde que han traído el Corte Inglés, están tirando los precios. Mayores costes, menores márgenes. La ruina, ya te digo.

La única razón para que el abuelo siguiera alabando las manos de las mujeres o sonriendo a las parejas que se probaban alianzas, era su nieto. Y Elías quería a su abuelo, porque le había enseñado el oficio y lo había criado desde el accidente de sus padres.

El joven sabía que las mujeres siempre tienen las manos más bonitas del mundo y que hay que ver lo que le luce a usted este collar, señora. Había aprendido que, cuando alguien con posibles estaba delante del mostrador, era obligado tratarlos de usted. Y que si no tenía ni un euro, le encantaba también que le llamaran de usted. Así se sentían alguien.

Y conocía aquellos dos pulsadores, el que de la vitrina y el que estaba junto a la caja:

—Elías, chico, estos trastos puede ser la salvación del negocio. Déjalos que se lleven lo que quieran. No se lo regales, pero tampoco te juegues la vida —el abuelo le hablaba muy en serio—. Si todo sale bien, la policía estará aquí en un pispás. No te la juegues.

Aquel día, el abuelo, cansado de sonreír a quien no quería comprar, se había quedado en casa.

Elías los había llamado de usted y les había sonreído, pero aquella pareja tenía mucha prisa y el muestrario que agarraron era muy caro.

A él le temblaban las manos y sudaba sin parar: estaba aterrado, pero no podía consentir aquella tremenda injusticia.

Y no le bastó con apretar el pulsador; quiso defender lo que era suyo, de su abuelo, de su futuro cuando él se quedara con la joyería. Quiso hacerse el héroe.

Elías nunca llegó a ser el dueño de la tienda.

Su abuelo tuvo un infarto y se quedó sin lágrimas: definitivamente, el pueblo ya no volvería a ser jamás lo que fue.

 

Guillermo Arquillos

Año 2022. Enero, día 28

 


 

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