Lo que das
Lo que das
Sin que nadie lo pudiera
esperar, sin previo aviso, llegó el primer síntoma. Era el dieciocho de febrero
de sus cincuenta y siete años, una pena,
fíjate qué joven, qué desgracia.
Uno de los peores alumnos le
hizo una pregunta. Él no supo acordarse de cuál fue la causa de la guerra de
sucesión española. Buscó y rebuscó entre sus neuronas y no encontró ni una sola
pista. En su cabeza resonaba una especie de silencio blanco. Menos mal que otro
chaval le echó un capote y él, haciendo un esfuerzo, consiguió terminar la
clase con cierta normalidad. No se lo contó a nadie aunque, en aquel instante, él
ya supo lo que le pasaba.
El sábado siguiente fue todavía
peor. De repente, después de comprar los churros, se dio cuenta de que su dirección
se le había borrado de la memoria.
«¿Dónde vivo?» —se dijo en voz
alta. Un vecino acabó por acompañar a Genaro a su casa.
Después vinieron las quejas de los
padres del instituto por los repetidos olvidos del catedrático de Historia: «Es
increíble, señor director, que no haya mencionado en sus clases ni la
Constitución de Cádiz ni a Pepe Botella. No está a la altura de un profesor que
prepara a alumnos que se juegan tanto. Seguro que le pasa algo y la inspección
debe tomar medidas al respecto. Es urgente».
Aquel fue el último curso en
que Genaro dio clase. Adela se dio cuenta de que algo pasaba: «No son simples despistes,
cariño», y el diagnóstico terminó incluyendo la palabra maldita: alzhéimer.
Durante un tiempo, jubilado y
en casa, él no acababa de encontrarse ni bien ni mal. Todo era sencillo: le
molestaba la espalda, le dolía la cabeza y tenía muchos olvidos. Demasiados.
Adela, con la ayuda de
Lucrecia, una muchacha contratada para acompañarlo, era capaz de sobrellevar la
situación. Las hijas los visitaban cuando podían y echaban una mano, robándoles
tiempo a sus propias familias. La madre, a pesar de la enfermedad del marido, seguía
saliendo todas las tardes con sus amigas. Muchas mañanas, además, se daba
largos paseos con sus compañeros del «club de caminantes». Se había hecho socia
cuando se jubiló. Había trabajado más tres décadas de maestra.
Un buen día, las niñas le dijeron que lo mejor que
podía hacer era ingresarlo donde estuviera bien atendido.
—No me he planteado dejar a
papá en una residencia —les dijo—. Con la ayuda de Lucrecia, podemos ir afrontando
la situación según vaya evolucionando. Conozco casos en que las cosas se han
estancado mucho tiempo y vuestro padre, tal y como está ahora, no va mal del
todo. No veo necesario meterlo en un sitio de esos.
—Tú tienes que vivir tu vida,
mamá. Dentro de poco, como siga avanzando la enfermedad, se va a convertir en
algo asfixiante.
Ella miraba los ojos de Genaro,
ya casi siempre atentos a escrutar el vacío, y se daba cuenta de que no la
reconocía. Le tomaba la mano, y se transportaba a aquel pantano de las afueras
del pueblo donde, poco a poco, habían ido conociendo sus cuerpos y habían
aprendido juntos a comerse a besos y a ser dichosos. O revivía la cara de miedo
de Genaro en el paritorio. «Yo entro contigo Adela, porque en el pasillo nadie
me conoce, ¿qué voy a hacer yo fuera?». La mujer sonreía recordando cómo aquel valiente se había desmayado las
dos veces para “celebrar” los dos
nacimientos. Era su modo particular “de
darles la bienvenida a sus hijas”.
Y, sobre todo, se acordaba de
su mirada cuando a ella, con cincuenta y pocos le diagnosticaron el cáncer de
pecho. Él era el único que le había dado realmente la fuerza que necesitaba
para seguir adelante. Ni su madre, ni sus hermanas, ni la mayor parte de sus amigas
habían estado a la altura, porque solo le contagiaban miedo y compasión. Dolor,
pena, tristeza: a todo el mundo le daba lástima; pero él supo transmitirle
amor. La hizo sentirse tan especial aquellas noches de verano, que habían
disfrutado, otra vez, del mirador del embalse, como dos jóvenes, bajo un millón
de estrellas.
Ahora, Genaro ya no se acordaba
de que la quería. Pero ella estaba segura de que seguía siendo así y que,
debajo de ese rotundo olvido, la razón de existir de aquel hombre continuaba
siendo ella. No importaba que se hubiera borrado de su mente para siempre.
Ojalá la llegara a recordar aunque solo fuera unos minutos. Quería darle un
beso y despedirse de él.
***
El primer día fue un viernes.
Desde aquel momento, aquello se fue convirtiendo en un hábito. Ella, bañada en
lágrimas, aprendió como pudo a soportar la manera que tenía de gritar que no
entendía qué le pasaba. Le estaba acariciando la cara cuando él, de repente, le
cogió la muñeca con fuerza y la empujó lejos. Le hizo daño: «¡Déjame, ladrona,
que solo quieres mi dinero!».
Adela sabía que un día podría llegar
a insultarla, pero no se le había pasado por la cabeza que aquel momento se
presentaría tan pronto.
Al principio, aquella manera de
tratarla fue algo esporádico. Después se fue convirtiendo en una rutina. A
Lucrecia, en cambio, la respetaba y, cuando era capaz, le sonreía con cariño. A
sus hijas, las ignoraba. Las trataba como si no existieran. Solo hablaba con
ellas para preguntarles que qué habían hecho con la chica guapa. Que dónde la habían metido. Que si la habían matado.
Adela ya no tuvo más remedio
que dejar de salir con sus amigas y nadie se extrañó de que un día se diera de
baja del «club de caminantes».
Lo peor eran las tardes. Al
despertarse de la siesta y ver que Lucrecia no estaba, no dejaba que su mujer
se le acercara. Si intentaba cambiarle el pañal, por ejemplo, le pegaba en la
cara y le tiraba del pelo. La llamaba vieja y gorda y le gritaba que se
marchase. De pronto, se imaginaba que lo quería matar. Bastaba con que la
cucharada estuviera muy llena, o muy caliente o demasiado dulce: lo estaba
envenenando. «¡Asesina, mala! Te voy a denunciar porque no paras de robarme,
bruja, fea». Luego, se volvía a callar un buen rato y, alguna vez descansaba de
tanto odio y le sonreía como un bebé. Un bebé de cincuenta y nueve años, porque
solo habían pasado dos desde aquel sombrío dieciocho de febrero.
A veces, Adela necesitaba contárselo
a alguien:
—No puedo remediarlo, hijas. Lo
quiero. Ahora es como un niño y me insulta como si fuera un niño, pero yo lo
quiero las veinticuatro horas. Lo quiero por lo que ha sido y ya no es. Lo
quiero porque no concibo mi vida sin quererlo.
—Mamá, no puedes seguir así. Va
a acabar contigo. Te va a terminar matando.
—¿Y qué manera mejor de morir
hay en el mundo que morir porque lo
quiero?
Un día le pegó también a
Lucrecia y a la esposa le surgió la duda. Ahora ya nadie podía acercársele. Le
empezaron poner dosis altas de calmantes y comenzó a estar casi todo el día dormido.
Aquel ya no era Genaro sino un desconocido que se había apoderado de su vida.
Era el olvido.
Varias amigas, e incluso la
médica que la visitaba en casa después de la consulta, le volvieron a aconsejar
que lo ingresara en una residencia. Aunque era muy cara, había una plaza y
podían atenderlo con la ayuda económica de las hijas.
Fueron varias noches sin
dormir. Había que decidirse o perderían la oportunidad. No se podía saber si se
presentaría otra ocasión. «Ahora o nunca, mamá. Ahora o quién sabe cuándo».
Y Adela, cedió. Con todo el
dolor de su corazón, sintiendo que traicionaba a su compañero, diciéndose que
era una ruin egoísta, cedió. No podía más. Había hecho todo lo era capaz de
hacer.
***
La chica fue quien se dio
cuenta de lo que estaba escrito en la funda de aquel DVD. Con letra picuda, la
que un día había tenido Genaro, había un pequeño mensaje: «Adela, quiero que
veas este DVD cuando yo ya no me acuerde de quién eres, cuando no sepa ni quién
he sido yo mismo. Hoy es el 16 de marzo».
A la mujer le empezaron a sudar
las manos. Le temblaba la voz y se echó a llorar. El hombre que ahora estaba
siempre dormido había grabado aquel disco solo un mes después del primer
síntoma. Sabía lo que le iba a pasar incluso antes de que lo diagnosticaran.
Buscaron su portátil y dejaron
sola a la madre para que su esposo le dijera adiós. Aquella era la despedida que
le había grabado cuando todavía vivía en su cuerpo y en su mente.
Pasaron diez minutos. O quizá
diez siglos. Ni sus hijas ni Lucrecia podían estar seguras del tiempo que Adela
había pasado en el salón viendo aquellas imágenes.
Y salió transfigurada.
—¿Qué dice, mamá, qué dice?
—Me dice que me quiere. Que
siempre me ha querido. Me dice que lo importante en nuestro matrimonio ha sido lo
que nos hemos dado. Porque lo que cuenta no es lo que obtienes. Lo importante
es lo que das. Y yo ya no puedo dar
más.
***
Genaro murió en aquella
residencia, una semana después de que fuera ingresado.
Adela, sus hijas y Lucrecia
subieron al pantano y arrojaron allí sus cenizas.
Y se hicieron grabar cuatro
colgantes de oro con una pequeña inscripción: “Lo importante es lo que das”.
Guillermo
Arquillos
Año
2021. Diciembre, día 15.
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