Ismael

 



Ismael


«A Elena le gusta el Freddy. A Elena le gusta el Freddy».

Seguramente había sido uno de los más gamberros quien se había inventado aquella historia. Se la habían pasado unos a otros, al volver del patio. La seño estaba con Ismael intentando que entendiera algo relacionado con un dibujo que había hecho.

«Si es que no se entera. Además de feo, el Freddy es tonto». Algunos se rieron.

A Ismael se le saltaban las lágrimas y su cara, además de deforme, brillaba de una manera extraña. Las cicatrices de sus mejillas parecían tener relieve, casi no tenía pelo y le faltaba media oreja.
Toda la clase odiaba al feo. Los más gamberros decían que les daba miedo porque parecía Freddy Krueger. El resto sabía que si se hacían amigos suyos, iban “a cobrar” de los peores. Hasta Ismael se aborrecía a sí mismo y se echaba la culpa por no ser aceptado por nadie.

Durante el recreo, Elena se le había acercado y le había ofrecido parte de su bocadillo. Él le dijo que no tomaba chorizo y se quedaron un rato hablando. Los más gamberros no podían consentir que nadie se hiciera amigo de Ismael, ni siquiera Elena, la más guapa de todas las niñas de la clase.

***

La seño de Lengua había mandado una redacción: “mi casa”. Notaba que casi todos habían hecho su trabajo con la ayuda de los padres, como pasaba siempre. Pero estaba contenta porque los críos estaban superando su miedo a hablar en público.
Y llegó el turno de Ismael.

Alguno, sin esperar a que se pusiera delante de la pizarra, ya estaba preparando cosas para tirarle. Otros se ponían de acuerdo para abuchearlo en cuanto terminara. Hasta hubo uno que agachó la cabeza y fingió que roncaba. La carcajada fue generalizada. Sólo Elena pidió a los demás que se callaran.

La redacción de Ismael no hablaba de paredes, ni de jardines, ni de cestas de baloncesto encima de la puerta del garaje. Se puso a hablar de polvo, de fútbol, de calor y de una chabola en un pueblecito de Pakistán: en su aldea. Cuatro latas, unos ladrillos, unas tablas y unos plásticos: ese era su verdadero hogar. Un lugar donde él no era feo y donde su padre aún estaba vivo.

El silencio se podía cortar. La mayor parte de la clase contenía la respiración. La seño de Lengua ya estaba preparando “el discursito” que iba a soltarles a sus compañeros.

Y entonces llegó “lo peor”: Ismael comenzó a leer cómo una tarde, al incendiarse varias chabolas, las llamas habían entrado en la suya. «Era casi imposible salir de la chabola. Yo estaba fuera, jugando con unos niños. Papá consiguió sacar a mi madre, pero, al entrar a recoger a mi hermana, tropezó y le cayó en la espalda un tablón ardiendo. No se podía mover. Entré entonces a por ella y me cayó en la cabeza un palo grande. Cuando conseguí sacarla, volví a por mi padre y, como pude, lo arrastré por el suelo mientras se quemaban mi pelo y mi ropa».

Los niños se quedaron callados. A alguno se le saltaron las lágrimas. Y empezaron a preguntarle cosas de su país, de su aldea y de aquella horrible tarde.

Por primera vez, desde que se vinieron a vivir con su tío, no se sentía como un monstruo. Empezó a notar que los compañeros lo trataban con respeto y hasta con admiración. Hubo un aplauso generalizado. Si su padre estuviera vivo, volvería a sentirse orgulloso de él y de sus quemaduras: fueron el precio que pagó por su valor.

A partir de aquel día, en el recreo, los niños dejaron de llamarle el Freddy y lo ponían de defensa. Le encantaba jugar al fútbol y no dejaba que a su equipo le metieran ningún gol.

Guillermo Arquillos
Año 2021. Diciembre, día 15

Comentarios

  1. Un gran relato, amigo Guillermo. Se nota tu profesión, y maestría. Todo unido. Un abrazo (Continuaré leyendo).

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