El abuelo y el Pestañas
El abuelo y el Pestañas
—Abuelo,
dime otra vez la palabra “gerifalte”.
Me río mucho
porque hace como si le costara trabajo pronunciarla.
—¿Y tú sabes
lo que es “gerifalte”?—me pregunta.
—Pues,
claro. Es como el Generalife, con sus jardines y todo, que estuvimos de
excursión con el cole.
Se vuelve a reír.
Yo no sé qué gracia tiene el Generalife. A mí me gustó bastante y había mucha
agua.
El abuelo me
dice que los gerifaltes eran los que mandaban antes. Por lo visto, se empeñaron
en que todos teníamos que odiarnos y pelearnos entre nosotros. Y lo consiguieron.
Cada vez que iban a un pueblo, fusilaban a dos o tres. (A mí no me gusta que
maten a la gente. Ni siquiera en las películas).
Y me dice que
eran los mandamases. «Mandamases» es una palabra muy bonita.
—Luego, nos
encerraron en una plaza de toros. A un montón de hombres.
—¿Y qué
hacían allí? ¿Ponían pelis?
A mí me
gusta mucho ir a ver el cine en la plaza de toros porque puedo comer pipas
mientras veo la peli.
El abuelo
está muy serio. Yo creo que a él no le gusta acordarse de aquella plaza de
toros. Y se le saltan las lágrimas.
—Alguien
gritó: «vete a la mierda, mariconazo». Era casi de noche —me dice.
Está
llorando mucho. Como yo lloré cuando me caí del almendro, que los niños me terminaron
dibujando corazones en la escayola.
—¿Y fue un
mandamás de esos, abuelo?
Ahora se
calla un instante. Ni se molesta en contestarme. Se queda con la mirada fija no
sé dónde.
—Un sargento
de los que nos tenían presos empezó a dar gritos diciendo que a ver quién era
el hijo de puta que insultaba a uno de sus hombres. Que si tenía huevos, que
dijera quién había sido. Y, que si no, le pegaba un tiro al primero que
pillase. El cabrón se me quedó mirando a mí. Y yo supe que me había elegido.
Que si no salía el que había sido, me iba a matar. Lo vi en sus ojos.
Mi abuelo
vuelve a para un momento. Luego sigue:
—Un compañero,
el Pestañas, por echarme un capote, gritó que qué pasaba, que ya estaba bien de
aguantar al gilipollas ese. Yo creo que se había vuelto loco, porque los
hombres se vuelven locos cuando no tienen libertad.
Eso mismo es
lo que nos pasa a nosotros cuando nos castigan sin recreo y tenemos que quedarnos
con la seño Marta. Nos entra mucha vergüenza y da mucha rabia.
—Y,
entonces, el cabrón del sargento lo hizo avanzar hasta que salió del grupo.
Ya no me
sigue contando más. Ahora me pregunta si me gustó la Alhambra y el Generalife.
Y yo le digo que me encantó, pero que la seño Bertina se enfadó mucho cuando corríamos
en un patio con setos grandes que tenía una piscina y un castillo.
***
Ayer oía al
abuelo desde el dormitorio. Lo veía por la ventana cuando él estaba en el
jardín y le contaba a mamá lo que pasó en la plaza de toros. Desde hace poco, todos
están muy tristes y preocupados en casa, porque dicen que tiene el hígado como un
gigante. Le duele mucho. Yo sé que toma un montón de pastillas, pero papá
también toma las suyas del colesterol y a todo el mundo le da igual. «Colesterol»
es una palabra muy bonita.
—Vero,
tendrías que haberlo visto.
—No te
tortures, papá. Aquello ya pasó.
A mi mamá no
le gusta ver así al abuelo. Yo creo que llora porque se acuerda de los
gerifaltes.
—A palos,
hija, a palos. Acabó hecho un pingajo de sangre. Un guiñapo. Hasta en el suelo
seguían pegándole. No olvidaré nunca sus risas, porque no paraban de reírse. El
Pestañas era mi amigo, Vero, de verdad, que me había salvado en el frente.
Cuando me hirieron, me arrastró entre las balas y se jugó la vida por mí.
Yo no quiero
que el abuelo se ponga malo del hígado, porque lo quiero mucho. Y dicen que
“viene muy rápido”.
—Y me quedé
con los brazos cruzados, viendo cómo acababan con él mientras daba su vida por
la mía. Otra vez que me volvía a salvar. Se lo llevaron a rastras, como si
fuera un animal. Dejaron una estela de su sangre en el albero.
Se tapó la cara
con las manos y se puso a llorar sin parar.
Guillermo Arquillos.
Año 2021. Diciembre, día 7.
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