Los zapatos mágicos (Cuento de Navidad)

 




Los zapatos mágicos (Cuento de Navidad) (1.500 palabras)

                   

Los zapatos mágicos son poderosos cuando se colocan las luces de Navidad. Por eso, la mayor parte del año, los zapatos mágicos están bien dormidos. Permanecen en el armario de las partituras de los villancicos y de las figuritas del belén. Y allí descansan, tan bonitos y tan rojos, preparándose para las próximas Navidades.

 

Ya han puesto en el salón este año los zapatos mágicos. A la familia de Lou le gustan mucho, aunque todos creen que solo sirven para decorar, como los calcetines de Papá Noel o la figurita de Rudolf, el reno de la nariz colorada. Pero Lou sabe que tienen magia. Si les pides muy fuerte, muy fuerte, con los ojos bien cerrados y apretados…, si les pides un deseo, los zapatos mágicos te lo concederán.

 

El coche del padre de Lou ha pinchado cuando venía del trabajo. «¡Vaya, qué desgracia más grande y más desgraciada!» —piensa ella. Si hubiera estado montada con su papá, le habría servido de ayuda para buscarle la llave grande —«toma, papi»— o para darle un beso muy fuerte cuando hubiera terminado de cambiar la rueda.

«Porque todos necesitamos besos muy fuertes y muy apretados, cuando hacemos bien una cosa. Y, si no nos sale como esperamos, todos queremos oír que la gente que nos quiere nos dice: “No importa, Lou, la próxima vez que lo intentes te saldrá mejor”, lo que cuenta es que pongas todo de tu parte y lo desees con todas tus fuerzas».

«Cualquiera de la familia le diría eso a papá cuando acabase de arreglar el coche; aunque, claro, a “papi” no le llamarían “Lou”, porque se llama “papá”, como todo el mundo sabe»  

 

Pero hoy el padre está tardando demasiado en venir del trabajo; y fuera está haciendo mucho frío —ya os habréis fijado en que lleva dos días nevando, a veces sí, a veces no—.

«Se está haciendo tarde y papá necesita sus pastillas para no morirse» —piensa Lou.

Y encuentra la medicina de papi y, cuando nadie la ve, la coge y se pone el abrigo verde, el gordo.

«Uy, un poco más y se me olvida el gorro de lana» —se dice la niña.

Lou, que ya llega al pomo de la puerta, sale y la deja entreabierta para no hacer ruido.

***

La mañana es gélida. Aunque ha parado de nevar, sopla un viento que atraviesa la piel, la carne y los huesos de Lou. La niña nunca ha tenido tanto frío. Y, además, impresiona el silencio. Toda la calle parece cubierta de merengue. Por todos sitios hay nieve: en los tejados, en los coches, en las aceras.

«¡No! —piensa la niña—. No puedo ir en busca de papá. Me falta lo más importante».

Entra corriendo en la casa, va al salón, se sube en una silla y descuelga de la pared los zapatos mágicos, tan bonitos, con su letra L haciendo un pequeño relieve en la suela del izquierdo. La letra L de “Lou” que tanto le gusta a la niña. Y la otra, que no conoce, en el otro zapato.

Vuelve a salir y hace frío. La chiquilla cree que su padre tiene que venir por la tienda de la esquina. Y va hacia ella. Pero papi no está allí.

Y ahora piensa que estará cerca del parque pequeño. Y, tiritando un poco, va hacia aquellos jardines. Pero tampoco ve a papá.

Cada vez hace más frío. Ella se agarra fuerte a la medicina de su padre—la que puede salvarle la vida— y agacha la cabeza contra el viento. Sigue avanzando mientras atraviesa el parque.

 

Afortunadamente, hay pocas nubes y, a veces, da algo el sol, aunque eso no hace que suba la temperatura: el frío va atravesando el abrigo y los pies de Lou. Y se acuerda de que los zapatos mágicos son más calentitos que las zapatillas que lleva y que ya están mojadas del todo. Se sienta en un banco del paseo central y se los pone. ¡Qué maravilla, le quedan perfectamente!

 

Y le pide a la magia de los zapatos el deseo de encontrar pronto a su papá para que pueda tomarse su medicina.

 

Sigue andado para salir por la otra puerta de la verja de los jardines. Su calzado ya no se hunde tanto en la nieve y es más calentito. Ahora podrá andar mejor.

 

***

 

Lou se ha perdido. Está en una parte de la ciudad que no conoce y ya se ve el campo, donde se acaban las calles. Debe estar muy lejos, «a cientos de kilómetros de casa. A miles de kilómetros o más». Ya no hay sol. El día se está poniendo cada vez más oscuro. La cara colorada de la niña anuncia que va a tener un resfriado “de los gordos”. La meterán en la cama, le pondrán el termómetro y le darán agua de limón y sopa para que entre en calor (¡qué asco!, ¡sopa!). Ya está oyendo la voz de mamá regañándola:

«No tenías que haber salido tú sola…».

«Pero, mamá —dirá ella—. ¿No te das cuenta de que papi se tenía que tomar su medicina?».

 

Más frío.

La niña está tiritando.

Su nariz se empieza a congelar y apenas siente los dedos dentro de los bolsillos, porque no ha cogido guantes. Hace un rato que dejó escondidos detrás de una piedra las zapatillas con las que salió de casa.

 

Papá no aparece.

Cuando Lou empieza a llorar, porque se sabe perdida, las lágrimas comienzan a congelarse por su cara. Sus lágrimas y sus mocos.

Tiene sed.

Y encima le entran ganas de hacer pis. Pero ¿cómo se va a poner a hacer pis con el frío que hace? Se tendrá que aguantar todo el rato, como cuando van de viaje a la playa que nunca hay una gasolinera cerca y, si por fin la hay, papá se olvida de que tiene pis.

Y se sienta en el suelo, sobre la nieve. Ya no puede seguir andando más.

«¡Vaya, qué desgracia más grande y más desgraciada!» —piensa Lou.

Le da sueño a su carita azulada y no se saca los dedos amoratados de los bolsillos de su abrigo verde.

Ya no tiene fuerzas ni para llorar. Ha andado mucho sobre la nieve. Solo tiene ganas de dormir. Tiene mucho sueño. Está tiritando sin parar. Cree que debe tener fiebre: «treinta y ocho o cuarenta y tres grados o más». Como cuando la gripe. Cada vez más sueño. Se deja caer sobre la nieve… y cierra los ojos.

«Zapatos mágicos, haced que vea a mi papá» —dice con un hilo de voz.

Sigue soplando el viento. Y las temperaturas bajan más aún. Vuelve a nevar sobre el cuerpo de la niña. Y ahora no se mueve.

***

Todos los vecinos estuvieron buscando a Lou, durante más de cuatro horas, desde que se dieron cuenta de que había desaparecido. El padre, que llegó un buen rato más tarde de lo previsto por un inoportuno pinchazo que le costó mucho trabajo solucionar por el frío intenso que hacía en la calle, estaba muy nervioso, fuera de sí. De alguna manera se sentía responsable de lo que le pudiera haber pasado a la niña cuando vio que faltaba su caja de medicinas contra el colesterol y comprendió que la cría la tenía que haber cogido.

La madre de Lou no paraba de llorar porque se culpaba de que la chiquilla se hubiera escapado mientras ella estaba en la cocina.

Solo la abuela parecía mantener cierta calma. Les dijo a los que colaboraban para encontrarla que no se olvidaran de ir al parque pequeño, el que tanto le gustaba a su nieta. Y allí la buscaron.

Pasó un buen rato hasta que consiguieron encontrar a alguien que les abriera la verja del parque pequeño, pero la niña no estaba allí. Algunos vecinos llegaron a desconfiar de que fueran a encontrar con vida a una criatura tan pequeña, con ese frío, siendo ya de noche, tan alejada de su casa y con esa capa de nieve por todos lados.

El padre de Lou, llorando, encendió la linterna del móvil y empezó a alumbrar el suelo, por ver si se había caído algo de la niña en el paseo central del parque, por donde solía jugar y correr muchas veces.

Y, entonces, se fijó: encima de la nieve había dos letras, una pequeña R y una pequeña L, que parecían grabadas con algo que se clavaba en ella. Y más adelante otras y otras y otras. «¡Dios mío, son las marcas de los zapatos rojos que tanto le gustan a Lou. Ha tenido que ir andado con ellos puestos y han dejado un leve rastro por encima de la nieve!». Fue como un milagro: los vecinos siguieron las huellas y, más allá de la otra salida del parque, muy lejos, a cientos de kilómetros o miles de kilómetros o más, encontraron el cuerpo de la niña que, todavía con algo de vida, se mantenía caliente porque el abrigo se había empapado finalmente con su pis.

                                                                                                                   

Y los zapatos hicieron su magia: el prodigio en el que cree Lou. Y es que son muy poderosos cuando se colocan las luces de Navidad y en la casa hay un niño que sabe que son mágicos. Aunque los adultos crean que solo sirven para decorar.

«¡Vaya, qué ignorancia más grande y más ignorante!» —piensa Lou, a menudo, desde entonces.

Guillermo Arquillos

Año 2021. Octubre

Comentarios

Entradas populares de este blog

Chispas

A, DE ASESINO

O, de odio