Definitivamente inmóvil
Definitivamente
inmóvil
Desde que el abogado le consiguió la libertad condicional en
espera de juicio, Don Andrés iba los fines de semana a la casería. A veces se
acercaba con una muchacha; otras, con un grupo grande de amigos. Siempre
avisaba con tiempo para que el Esteban
y la Berta le tuvieran todo preparado
en aquel antiguo y enorme edificio.
A Don Andrés no le gustaba quedarse en la cama hasta
mediodía, como era de esperar en un señorito de ciudad que trasnochaba con las
juergas, sino que se levantaba temprano y bajaba a La Hinojosa, antes de que
los vecinos se pusieran en marcha y pudiera verlo demasiada gente.
Se pasaba por el único bar que había allí, se tomaba su café
con leche y churros y compraba roscas de sobra para sus invitados. Después de
desayunar, se acercaba siempre al lado de los contenedores. Allí se solía
quedar un buen rato. Algunas veces, se le saltaban las lágrimas.
Esteban y Berta, los guardas, ya habían avisado a la Rufina de que al dueño de la finca le gustaban las niñas. Por eso, obligaban
a su hija a esconderse de aquel monstruo, a la espera de que terminaran
mandándolo a la cárcel, que era donde debía estar.
Al regresar, Don Andrés se pasaba por la destartalada casita
de los encargados para llevarles churros, a ellos también, antes de dejar las
otras roscas en la cocina del caserón. Después, cogía unas pocas almendras de
allí cerca y se iba a saludar a una ardilla, la que vivía en el nogal, junto al
río. A mitad de la cuesta, la esperaba a que se acercase para comérselas. Le
gustaba mucho su larga cola, pero también le daba miedo. Creía que, si llegaba
a morderle, le podía transmitir la rabia; de modo que se mantenía siempre a una
cierta distancia.
—¿Quién anda ahí? —dijo Don Andrés cuando oyó ruido detrás
del nogal.
Como el río bajaba muy crecido, la niña sabía que no podía
huir y decidió salir de su escondite:
—Soy yo, la Rufina,
la hija del Esteban y la Berta —le
dijo.
Cuando Don Andrés vio a la niña, que tenía solo siete años,
se puso muy nervioso. Comenzó a sudar, a fantasear con todo tipo de
barbaridades, a revivir lo que había pasado en La Hinojosa.
Recordó a aquella chiquilla, la que estaba jugando sola,
junto a los contenedores. Se acordó de su cara, de su piel, de su pelo, de su
mirada asustada, mientras lloraba y chillaba cuando la estaba manoseando. Hasta
que la cría, después de que hubiera abusado de ella, le mordió en el brazo con
todas sus fuerzas. Don Andrés se irritó, dio un alarido y perdió el control. Sin
pensarlo, la agarró por el cuello y, como hacen las costillas de caza con los
pajarillos, se lo partió. Nunca podría olvidar el crujido de los huesos entre
sus manos. Jamás.
Y ahora estaba esa otra niña allí, delante de él. Se sintió
excitado en un instante. Aunque no quería que se volviera a repetir lo mismo, sabía
que le era muy difícil controlar sus inclinaciones. Por eso, sentado como
estaba, decidió hacerse daño en las manos hincándolas en la tierra, bajo la
hojarasca. Podía sentir dolor porque algunas piedrecitas se le habían clavado
entre las uñas y la carne.
«¡Vete, vete de aquí, niña! —le suplicó a Rufina—. Por
favor, márchate, sal corriendo».
Y entonces la ardilla, que había vuelto al nogal, cayó sobre
la cabeza de la cría. Esta se puso a gritar porque le hacía daño con sus garras
y se enredaba con su pelo. Se movía, agitaba su cuerpo, descontrolada. La niña
estaba llorando y era incapaz de comprender que debía quedarse quieta para que
el animal encontrase el modo de desenredarse.
Don Andrés temió que pudiera morder a Rufina y transmitirle
la rabia. Se puso en pie de un salto y corrió hacia ella. Quería protegerla.
Iba llorando y gritando.
Desde lo alto de la cuesta, Berta veía toda la escena. Había
salido de la casa con la escopeta de caza de Esteban porque no sabía dónde
andaba Rufina y «cualquiera sabe lo que le puede pasar a una cría tan chica
estando ese monstruo en la finca». El viento soplaba en dirección contraria y
la mujer no podía oír al señorito. Solo veía que se acercaba corriendo a su
niña.
Fueron dos disparos. El primero lo hirió en una pierna, pero
el hombre siguió avanzando. Parecía que no se había dado cuenta. Extendía sus
brazos hacia adelante, intentando defender a su nueva amiga.
Entonces olió su propio miedo como lo huelen los perros en
las personas que los temen y sintió su propia sangre, que manaba de su pierna
herida. Supo que iba a morir y no entendía por qué.
El segundo disparo lo mató. Fue instantáneo. Cayó al suelo y
salió abundante sangre por la herida de su espalda. Sus ojos tardaron en enterarse
de que ya no estaba vivo y siguieron llorando unos minutos más, hasta que su
mirada quedó definitivamente inmóvil.
Guillermo Arquillos
Año 2021.
Revisión: 30 de
octubre.
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