De manera definitiva

 


De manera definitiva

 

Calle Lagarto: no pasa nadie. Callejón de la Sal: ni un alma.

Y así llevamos ya más de dos meses. La ciudad vive en un continuo pesimismo. Un decreto del Gobierno nos ha quitado la alegría.

Otros años, en estas semanas del calendario, la calle ya tenía sus toldos puestos esperando la calor. Las muchachas caminaban en todas direcciones y los hombres se acordaban de repetir «gloria, gloria bendita», cuando las veían pasear. El sol, la luz, el aire y los olores alegraban los pensamientos y animaban a los clientes de las tiendas y los bares. Otras primaveras, el bullicio transmitía optimismo. La vida era como solía, porque no podía ser de otra manera. Esta ciudad está acostumbrada a la alegría: vivimos en el lugar más feliz del mundo.

Este mayo, todos llevamos ya dos meses tristes. Se nos ha metido un virus en el alma, nos ha golpeado el miedo y la ansiedad del no saber qué hacer ni cómo hacerlo. Nos atemoriza la idea de que la muerte se puede encaprichar de uno de nosotros o de alguien a quien queramos.

Otra mañana más, Salvador se levanta tarde. «Total, ¿para qué madrugar?». No hay casi nada que hacer: ver la tele, salir al balcón, hablar con los nietos —si les da la gana de acercarse a la tablet de su madre— y rezar. Suplicar a la Virgen «que esta mierda pase cuanto antes, quién nos iba a decir a nosotros que un puto murciélago chino iba a jodernos de esta manera; me cago en la leche que les dieron a todos».

Se queda en pijama y se sienta en su sillón: ni siquiera se hace el café. Josefa, su esposa, que ha envejecido un montón en solo dos meses, pobre mujer, tiene mejor ánimo que Salvador. Ella sí cree que sus problemas se van a solucionar. Todavía piensa que todo se puede resolver a tiempo, que es imposible que cincuenta años de trabajo se terminen escurriendo entre los dedos como si fueran arena seca de playa.

A mediados de marzo, de pronto, él se dio cuenta de que ya era un viejo. Desde entonces, a todas horas se repite de manera obsesiva: «Soy un fósil. No valgo un puto duro». Callado, con los ojos fijos en la nada, vuelve a llorar. Él, que nunca había soltado ni una lágrima.

Mañana le vence el siguiente pago del préstamo para la reforma de su bar del callejón de la Sal, en el mismísimo centro: una de las tascas de más tradición de la ciudad. Antes fue de su padre. Y de su abuelo y del bisabuelo. Cuatro generaciones de los Díaz que se han quedado entrampadas con el banco por culpa de unas obras que acabaron el doce de marzo: ni dio tiempo a terminar de limpiar el local para poder reabrir.  

Le dicen que renegocie la deuda, pero Salvador insiste en que ya está viejo. No tiene fuerzas ni para coger el teléfono y tratar el asunto con el director de la sucursal.

«A su tiempo, a cada cosa le llega su fin —se repite—. Detrás de un aplazamiento, si me lo dieran, vendría otro y otro y otro: al final el banco se quedaría con todo. ¡Hay que joderse!: ahora toca morir lentamente. No hay otra».

Su mente intenta huir de la palabra ruina, pero se queda atascada en desastre y en calamidad. La catástrofe ha llegado en la norma del Gobierno que prohíbe servir en el interior de los locales. «¿Cómo voy a poner una terraza si en el callejón no cabe ninguna mesa? ¿Cómo se sentarían los clientes?».

Lo dicho: la bancarrota.

***

Salvador ha decidido que esta noche, por fin, va a pisar la calle. No le importa que le pongan una multa si lo detienen circulando sin razón justificada. Es más, en el fondo agradecería a la Virgen que se lo impidieran.

Se levanta con cuidado porque no quiere despertar a su mujer. Se viste con algo de ropa y unos zapatos que ha dejado escondidos en el armario del baño. Desea ponerse presentable. Hasta tiene el detalle de colocarse una corbata, aunque nunca ha conseguido que le salga bien el puto nudo.

Sale de la casa. Son cinco minutos andando. Y vuelve a luchar contra su miedo y sus dudas.

No se escucha ni un solo ruido. Hasta los perros se han olvidado de ladrar en las casas.

Entra en el bar, que ha quedado precioso: con la flamante barra y sus paredes encaladas; con los nuevos barriles que servirán de mesas altas y la iluminación de estreno. Pero esta reforma nunca se inaugurará.

Al fondo, está la cocina, llena de polvo. Esa ha sido la mayor inversión: había que hacerla más grande y ponerla más moderna. «Si queremos que nuestro bar siga siendo de categoría, tenemos que ofrecer mejor servicio que los demás. La gente viene aquí porque come o cena con lo que les damos». Los bocadillos de pringá y el cazón en adobo, son los mejores de la zona. Lo mismo sucede con el gazpacho, los chicharrones, las croquetas, los caracoles de temporada... Se sirven cincuenta tapas diferentes y el bar La Macarena mejora siempre las de la competencia.

Orgulloso y triste, contempla las pizarras donde se anota con tiza la lista para que el cliente elija. Ya nunca serán útiles: Salvador se ha dado por vencido.

Baja la persiana por dentro, pero no echa la llave. Así no la destrozarán cuando entren a buscarlo.

Y borra las pizarras.

***

A la mañana siguiente, después de que Josefa se dé cuenta de que su marido se ha marchado y telefonee al 091, la policía lo encuentra ahorcado en el bar. Está en el centro del pequeño local, colgado junto a uno de los barriles.

En una pizarra bien visible, ha dejado escrito: «Estimados clientes, este bar cierra de manera definitiva por causas ajenas a nuestra voluntad».

 

Guillermo Arquillos

Año 2021. 15 de Octubre.



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