Los dibus me miran [4.100 palabras]

 



 

Los dibus me miran

 

 

¿Habéis visto alguna vez la tele con los ojos cerrados? Yo puedo. Los aprieto fuerte para que no entre ni una pizca de luz y me los tapo con las manos. Encojo mis piernas y dejo que mis lágrimas se escurran por mis dedos. Agacho la cabeza y la aplasto contra mis rodillas dobladas. A pesar de todo, puedo ver con claridad la pantalla. Sin mirarla. Estoy temblando. Me entero de todo lo que pasa. Y eso que la luz de mi habitación está apagada.

 

Los dibus se han detenido y se asoman a través del cristal de la tele como si fuera una ventana. Los protas de un montón de cuentos se fijan en mí desde el canal Disney. Son de diferentes his­to­rias, de programas distintos. Se observan entre ellos y me buscan a mí. Pero no me ven. Yo lloro detrás de la cortina, sentada en el suelo. Aquí nadie puede saber que estoy escondida.

 

Mis únicos amigos son los dibus. En el cole, los otros niños me hacían la vida imposible. Se metían conmigo y decían que mi madre era La Tacones y otros insultos peores. Solo Ma­rina era mi amiga. Mami me dijo que no fuera más al cole, que había cosas impor­tantes en la vida; que se fueran a la mierda los maestros. Que son unos aburridos y que solo enseñan tonterías: viven de engañar a los niños y a las familias, porque hacen como que explican cosas que la gente necesita saber. Un asco. ¿De qué le sirve a una aprenderse de memoria que la capital es Sevilla? ¿O que Cristóbal no sé qué descubrió América? Por cierto, ¿dónde está América? ¿Más allá de Matalascañas? ¿Es que si sabes esas cosas te van a poner más barata luz o la compra del super? «Porque la comida, ¿me oyes?, la comida hay que pagarla».

 

Hace tiempo, vinieron los de Asuntos Sociales del Ayuntamiento y mi madre les dijo que iba a contarles a sus esposas no sé qué. Que el pueblo tampoco es tan grande y que aquí nos conocemos todos. Desde entonces, nos dejaron en paz.

Y los maestros también. A una seño, le dio un guantazo y le tiró de los pelos cuando dijo algo de una denuncia. Se quedó suave y tranquila. Dejó de dar la lata. Desde entonces, mantiene la boca cerradita, como dice mamá.

 

Hay gritos en su habitación. Al principio eran risas, pero ahora son golpes. Tiene que ser uno de esos amigos de mami. Están de fiesta, como muchas tardes. Como casi todas las noches. Me ha dicho mil veces que si tiene una fiesta con algún amigo, no moleste. No puedo entrar en su cuarto. De ninguna manera. «Ni se te ocurra».

 

Los dibus están llorando detrás del cristal de la tele. Se miran unos a otros. Hablan entre ellos, pero no puedo oírlos. Es como esas pelis antiguas: las películas mudas. Yo solo oigo los porrazos que vienen de la habitación de mami.

 

Y se acabó así, de pronto, el rollo del cole. Y el de los demás niños metiéndose conmigo y riéndose de mí sin parar. Lo peor es que los maestros no hacían nada. Ni bueno, ni malo: nada de nada. Mi madre me lo dice muchas veces: «¡Que se vayan a la mierda! ¡Es que no se merecen el sueldo que cobran!».

 

Mamá siempre encuentra soluciones para todos los problemas. Como cuando nos cortaron la luz: se enfadó mucho. Dijo que a una mujer con una niña de seis años no pueden hacerle eso. Así que se fue a la iglesia, habló con el cura y consiguió que le diera dinero para el recibo. A los dos días teníamos luz. ¡Bonica es ella…!

 

Y tiene un montón de amigos, pero yo creo que nadie la quiere. Discuten mucho en su cuarto que es donde hace las fiestas. Algunos días habla de esos hombres que la conocen y se le saltan las lágrimas. Otras veces, se muere de la risa:

—¿Por qué te ríes? —le pregunto.

—No tiene importancia, da igual —me dice—. Me río de una cosa chiquitita. Tan chiquitita, tan chiquitita que no lo entenderías.

 

No me cuenta nunca de qué van esas risas suyas tan extrañas. Una vez dijo algo así como  que «hay que vérsela con una lupa». Y se volvió a reír. Pero no sé a qué se refería. Ella dice que no me entero porque todavía soy una niña. Que ya me haré mayor.

 

Cuando estamos solas en casa, somos una familia feliz. Yo, con ella y ella, conmigo. Me acaricia mi pelo largo y me da muchos abrazos. A veces me aprieta muy fuerte, con lágrimas en los ojos. «¿Por qué lloras?» —le pregunto. «Déjame, tonta —me dice— ¿No ves que es porque estamos llenas de felicidad?». Pero yo creo que mi mamá no es feliz del todo. Y que llora por otras cosas que no me dice. Y a mí me parece que está triste hasta cuando se ríe.

Muchas veces, yo también me aprieto fuerte contra su cuerpo y, después, salgo corriendo por el patio. Me agacho y me escondo donde pillo. Jugamos a todas horas y nos reímos mucho. Me tumbo en la cama y me hago la dormida o la muerta. Y ella me resucita haciéndome cosquillas. Cuando no están en casa sus amigos, bromeamos y nos los tomamos todo a guasa. Mami imita a uno de esos hombres que tiene bigote: se pone un lápiz entre la nariz y la boca, se pasea e intenta hablar bajito, pero se le termina cayendo. O se rellena la camiseta con una almohada e imita la voz seria del alcalde, que es uno de los que más vienen de fiesta y tiene mucha barriga. Y nos desternillamos hasta que nos duele el cuerpo de las carcajadas.

 

Yo aquí, en mi cuarto, paso miedo cuando hay alguien en casa. Una vez, un hombre que yo no conocía, entró en mi habitación y me miró mientras yo veía los dibujos animados. Dio una carcajada y gritó con una voz extraña, que parecía que estaba bebido:

—Puri. ¡No sabía que tuvieras una hija! —dijo.

Tenía una botella de ginebra en una mano. La llevaba casi vacía. Era una de esas que están en el mueble del salón.

Luego me dijo a mí:

—¿Cómo te llamas guapa?

—Dori —le contesté.

Tuve mucho miedo. Mamá gritaba, casi desnuda, por detrás del enorme cuerpo de aquel hombre:

—¡Deja en paz a la niña! ¡Cerdo! ¡Cabrón! ¡Deja en paz a mi niña!

Yo creo que hasta le pegaba con los puños cerrados en la espalda, pero él parecía que no se daba cuenta. Mi madre, pequeña como es, no le hacía ningún daño en los hombros ni en el culo a aquel tiparraco. Y eso que le daba con todas sus fuerzas, igual que si se enfada y da un golpe en la mesa. Ese día mami estaba muy cabreada y no paraba de gritar.

Aquel desconocido me sonrió, sin hacerle caso, y se despidió de mí:

—Niña, eres muy guapa. Tienes un gran futuro.

Yo no sé qué es lo que quiso decir con eso aquel hombre peludo. Era un maleducado que se coló sin camiseta y descalzo en el cuarto de una niña de seis años. Solo llevaba unos calzoncillos azules. Quizá no lo entiendo porque todavía soy joven. Me lo dice mucho mi madre: «Eres una cría. Tiene que pasar el tiempo y hacerte mayor para que puedas llegar a comprender ciertas cosas».

Yo quiero crecer pronto y saber todo lo que no me explica. Así podré consolarla cuando se le saltan las lágrimas y llora, cuando se abraza a mí oliendo a agua limpia y a rosas. O las otras veces, las que huele a ginebra o a ese humo raro de esos cigarros que se lía. Yo siempre le digo que no me gusta el olor de lo que fuma, pero ella se ríe y me dice que, cuando sea mayor, ya me dejará que le dé una chu­padita a aquel tabaco aliñado, que está muy bueno y hace que te sientas muy bien. Dice que es de las mejores cosas que tiene la vida. Y se ríe.

 

Los dibus son mis amigos. Los estoy viendo mirarme, con mis ojos cerrados.

Hay muchas voces en la habitación en la que está la fiesta y tengo prohibido entrar.

 

Mi madre me ha recordado un montón de veces de que ha dejado un billete de cincuenta euros en el cajón de debajo de la tele. «Si alguna vez las cosas se ponen feas y un amigo de los míos se mete conmigo, dale los cincuenta euros y se irá y te dejará en paz. No le tengas miedo. Debes ser fuerte y acordarte de que ahí está el billete de cincuenta euros, que no se te olvide —me tiene dicho—. Ese dinero puede ser tu salvación».

 

No sé si salir ahora de detrás de la cortina y coger el billete, porque hoy parece que las cosas se están poniendo feas por las voces y los golpes tan fuertes que se oyen. Yo creo que este hombre le está pegando. Estoy temblando junto a la pared. Los dibus me miran desde la tele. Están callados, intentando entender qué es lo que pasa. «No os puedo explicar lo que sucede —les digo sin palabras—. Yo tampoco me entero muy bien. Pero creo que el hombre le está haciendo daño a mamá. ¿A vosotros también os parece eso?»

 

Será mejor que haga lo que me tiene dicho mi madre que tengo que hacer y, además, prepare el billete de cincuenta euros que me dejó en el cajón de debajo de la tele. Me levanto. Me doy prisa y tardo muy poco en hacerlo todo. Y vuelvo a mi escondite con el billete. Lo agarro fuerte, con la mano derecha, porque puede ser mi salvación. Me lo dijo mamá.

 

De pronto, deja de oírse a mami en su cuarto. Ya no hay golpes. Ahora, el silencio es todavía peor. Es silencio y son nervios. Mis nervios. Los de los dibus, que están callados en la tele. Saco la mano de detrás de la cortina y apago la tele con el mando a distancia. No se escucha nada en toda la casa.

 

Más silencio. ¿Qué le habrá pasado a mi madre? ¿Es que este amigo suyo le ha pegado?

 

Más silencio todavía.

 

Suena la cisterna del váter. Pasan unos segundos. Ahora se escucha la puerta del baño. La ha cerrado de golpe, la va a destrozar. Se oye cómo se aleja por el pasillo. Tengo que salir para ver qué le ha pasado a mi mamá. Pero estoy paralizada, muerta de miedo en mi escondite. No quiero que este hombre me vea. Será mejor que no sepa que estoy en mi cuarto.

 

Me acuerdo de las veces en que los niños del cole se metían conmigo. Me quedaba quieta, en un rincón de la clase, temblando de miedo. Cuando entraba la tutora, que parecía que me iban a pegar los demás, no les decía nada ni les regañaba. Daba la impresión de que lo que estaban haciendo era lo corriente. A mí no me parece normal que toda la clase se meta con una niña y la insulte y diga cosas de su madre…

 

Se oye la puerta de la nevera. Suena un cristal contra el suelo. Debe de habérsele caído una botella. Se oye un grito que no entiendo. Ahora se está tomando una cerveza, creo yo.

Otros segundos en silencio.

Se escucha un fuerte eructo. ¡Será guarro! Bueno, a lo mejor este hombre no tiene una mamá que le dice que eructar es muy feo. Que es de mala educación. O quizá no tiene mamá. Eso es lo peor que le puede pasar a una niña: quedarse sin su madre. Yo no tengo papá, pero mi mami me quiere el doble. Me quiere por los dos, porque mi padre es un héroe que murió en una guerra.

 

Hace ya un buen rato que la oí gritar en su cuarto. Desde entonces no sé lo que le pasa. Igual se ha dormido. A veces, sin que yo sepa por qué, estamos en el salón y ella se queda frita. Se le abre un poco la boca y la cabeza se le inclina hacia un lado. Una vez, salí corriendo a mi cuarto a por el móvil de seguridad, como lo llama mamá, y le hice una foto. Luego se la enseñé. No le sentó mal y nos reímos mucho. Después, me hizo muchas a mí y se quedaron en el móvil. Yo las veo de vez en cuando, porque siempre lo tengo con la batería llena.

 

El hombre se acerca por el pasillo desde la cocina. Lo estoy oyendo.

—Dori, guapa —me dice a través de la puerta.

Me pongo más nerviosa que antes. ¿Sabe mi nombre? Debe de ser el tío aquel…

—¿Estás en tu cuarto Dori? —pregunta.

Yo me aprieto más contra las rodillas dobladas detrás de las cortinas. Cada vez se oye su voz más cerca.

—Dori, que eres muy guapa —me dice—. ¿Quieres que juguemos?

Creo que está comiendo mis magdalenas, o mis galletas, o algo que ha cogido en la cocina porque le cuesta un poco de trabajo hablar. Se está acercando más. Huele a sudor desde el pasillo. A sudor y a meados. Debe de habérsele escapado bastante el pis.

 

—¡Mierda! —grita el hombre.

 

Se le oye pasar de mi habitación y salir corriendo hasta el cuarto de baño. Suena con claridad la tapa del váter porque no debe de haber cerrado la puerta. Tiene una arcada, como cuando me sentó a mí tan mal aquel queso que le regalaron a mi madre y que me dio ganas de devolver. Eso es lo que hace el hombre: está vomi­tan­do. Algo que ha comido tiene que haberle sentado mal.

 

Ni siquiera tira de la cadena. Nadie le ha enseñado a ser limpio. Se acerca a mi cuarto.

 

—¿Estas ahí, Dori, guapa? —pregunta.

 

Y abre la puerta.

 

A través de la cortina no lo distingo, pero sé que ha entrado. Estoy temblando. El hombre ha encendido la luz.

 

—Tienes que estar aquí, pequeña —me grita.

—¡Tacones! ¿No está en casa la niña? —ahora le grita a mi madre.

No me gusta que a mamá le llamen La Tacones pero recuerdo que tengo que estar muy callada.

 

Abro los ojos y los acerco a la cortina. A través de ella, por fin, puedo verlo. Es el mismo hombre que aquella vez. El peludo. Vuelve a estar casi sin ropa. Solo lleva sus calzoncillos azules.

 

Se oye a mi mamá desde su cuarto:

—¡Hijo de puta! ¡Cabrón! —dice chillando—. Deja en paz a mi hija. Deja en paz a la niña, mamonazo. Me cago en tus muertos. ¡Déjala en paz! Como no la dejes tranquila, te juro que te mato. ¡Te juro que te mato!

 

El hombre mira hacia atrás y grita:

—Yo hago lo que me sale, zorra. También es hija mía. Pues ahora le voy a enseñar a ganarse la vida de una manera fácil, como te la ganas tú, furcia apestosa. ¿No me has dicho que la mierda de la niña esta también es hija mía?

 

Me quedo de piedra: no me lo puedo creer. ¿Qué se ha inventado este hombre? Debe de haberse vuelto loco. Mi mamá me ha enseñado que mi padre era militar y que murió en una guerra en los países árabes. Que le pusieron una bomba a su coche. Este no puede ser mi papá. Papi es un héroe. Yo se lo dije a los de la clase y muchos se rieron de mí. Pero Marina, la única niña que me quería de todo el cole, me abrazó y lloró conmigo porque los demás me decían cosas sin parar y repetían que mi madre es La Tacones. A mí no me gustaba que la llamaran La Tacones.

 

—¡Déjala en paz, mamonazo!, ¡mamonazo! —oigo chillar a mi mamá mientras llora—¡Suéltame, hijo de la gran puta! ¡Ven aquí si eres un hombre! ¡Eres un vicioso de mierda! ¡Estás enfermo! ¡No le pongas encima a la niña tus manos de cerdo asqueroso!

A lo lejos, se oye respirar fuerte a mamá. Se nota que está llorando mucho.

 

El hombre se ríe a carcajadas y se mira los dedos:

—Mis manos… ¡Pues a ti bien que te gustan, Tacones! —exclama—. ¡A ti bien que te gustan!

 

El hombre se acerca a la cortina. Pienso que me ha visto en mi escondite. Creo que me va a pegar. Y no sé por qué.

 

—Dori, guapa, sal de ahí, que te estoy viendo. Sé que estás ahí acurrucada. —me dice—. Yo no quiero hacerte daño. Solo quiero jugar contigo.

 

De pronto, descorre la cortina.

 

Estoy segura de que no quiere jugar conmigo: me está mintiendo. Ha puesto una voz dulce, como si me quisiera contar un cuento. Pero no le sale de dentro. Está fingiendo. Quiere engañarme. Quiere hacerme algo malo. La voz que pone es la de alguien que no dice la verdad y quiere hacerme algo feo, como cuando quieres hacer creer que no has sido tú quien ha metido las galletas en el reproductor de video y no logras que tu madre se lo trague. Las migajas y los trozos están dentro y el aparato no funciona y tú no eres capaz de engañarla. Tampoco este hombre consigue que no me dé cuenta de que quiere algo de mí. Y no es bueno. Estoy segura. Estoy nerviosa. Tengo mucho miedo. Estoy oyendo cómo late mi corazón en mi cuello y mi cabeza. Me va a estallar la cabeza. Tengo ganas de llorar. ¡Quiero abrazarte, mamá! ¡Déjame que te abrace! ¡Ven, cariño, para que yo pueda abrazarte! ¡Marina, tú eres mi amiga! ¡Yo te quiero Marina! ¡Yo te quiero mami! No quiero que me toque. Que no me toque. Jesús, que no me toque. Virgen mía, que no se me acerque. Soy cristiana, por la gracia de Dios. Padre nuestro que estás… no me acuerdo cómo sigue, pero te quiero, Jesús. Dios te salve. María… o algo así. Que no me ponga la mano encima. Quiere algo malo de mí. Me quiere hacer daño. No quiero, no quiero, no quiero. Me va a estallar la cabeza. Vete de aquí, cerdo.

—¡No quiero! —grito.

 

Me parece que he gritado muy fuerte porque el hombre se ha quedado quieto, con cara de sorpresa, y se ha callado.

 

Suena el silencio.

Se escucha el silencio a todo volumen.

Se oye el silencio durante un instante eterno.

 

Creo que mi madre me ha oído desde su cuarto. También está callada. Me parece que me he hecho pis. Además de lo mal que huele este tipo, voy yo y me meo. Como cuando era chica. Mamá se va a enfadar porque se me ha escapado y he manchado las braguitas y he mojado el suelo. Verás cómo me regaña. Al final, ya sé yo que me voy a terminar llevando la regañina.

 

Más silencio. El hombre no sabe qué hacer.

 

A lo lejos, suena la sirena de una ambulancia o un coche de policía. Quizá sean los bomberos. La sirena se acerca.

 

Tengo, en la mano izquierda, el móvil de seguridad, como lo llama mi madre y, en la derecha, el billete de cincuenta euros. Bien apretadito. Pueden ser mi salvación, porque me parece que mi mamá no se puede mover.

 

—Tome, señor —le digo—. Le doy este dinero para que me deje en paz. Mi madre me ha dicho que si le doy los cincuenta euros, usted me dejará tranquila y se marchará de mi casa.

 

El hombre se queda pensando un rato y me coge el billete de la mano. Pone los ojos de estar todavía más sorprendido. Vuelve a haber silencio en la calle y en la casa. Se rasca la cabeza, como cuando tienes que pensar algo muy difícil. Y luego se mete la mano derecha en los calzoncillos y se rasca ahí dentro.

 

—¿Y solo con esto crees que me voy a marchar? —me pregunta.

—Sí, por favor; sí, por favor —le suplico— Mi madre dice que le tengo que dar ese dinero y ya no me hará nada.

 

Se oye llorar a lo lejos a mamá, ya casi sin fuerzas: «Déjala en paz, deja en paz a mi hija, márchate de aquí. Sal de mi vida. Sal de mi casa. No le hagas nada, por favor, Gonzalo. Por favor…».

No puede seguir hablando porque las lágrimas no la dejan respirar.

 

El hombre se acerca a mí. Por la cara que pone, sé que algo ha tenido que cabrearlo:

—Ahora verás cómo se gana la vida tu madre. Tu mamá es famosa. Es La Tacones, ¿lo sabías?  —me pregunta—. Y todo el pueblo ha estado con ella —añade.

 

Se acerca más todavía y me agarra la cabeza. Me tira del pelo y me hace daño.

Sé que quiere hacerme algo malo. Me pongo a llorar. No puedo parar, como cuando se me murió Garry, el perrito que teníamos y que enterramos en el patio. Mamá dijo que nunca más tendríamos un perrito. Y yo lloré más todavía. Casi me falta la respiración de los nervios que tengo. Estoy temblando de miedo y me vuelvo a hacer pis.

 

Suena un fuerte golpe en la puerta.

 

—Policía, policía —se oye una voz—. ¿Dónde estás Dori? ¿Dónde estás?

—Aquí, aquí estoy… —digo sin fuerzas por el llanto, pero ellos no pueden oírme.

 

Los policías entran en la casa y van dando golpes para abrir todas las habitaciones de la casa. El hombre me agarra la cabeza con más fuerza y me tapa la boca para que no pueda decir nada. El billete de cincuenta euros se le cae al suelo. Me hace daño y no puedo respirar. Me va a asfixiar. Se tira un pedo, el muy cochino.

Y, entonces, sin que el tipo que me agarra se lo pueda esperar, se oye por el móvil: «¿Estás bien, Dori? Ya van mis compañeros a salvarte. Ya han entrado en tu casa»

 

***

 

Los policías terminaron felicitándome y dándome abrazos. A alguno hasta se le saltaron las lágrimas, con todo lo grande que era y a pesar de que llevaba pistola. Se llevaron al hombre de los calzoncillos azules y ni siquiera le dejaron recoger su ropa. Otros policías terminaron llevándosela del cuarto de mamá y a mí me dio la risa porque dos o tres parecían astronautas, vestidos de blanco.

Mi madre estaba atada a los barrotes de la cama y lloró un buen rato cuando la soltaron, como aquella vez que hice la tarta de galletas para su cumpleaños, que no podía dejar de llorar. No paraba de abrazarme y de darme besos. Y de suspirar: se emocionó mucho.

A mí me daba un poco de corte que me abrazara y me diera tantos besos delante de aquellos policías, que me estaba estrujando; porque yo ya soy una niña mayor. No soy un bebé a quien todo el mundo besuquea. Bueno, tampoco me importó demasiado, porque había estado muy asustada. Y había tenido mucho miedo por mami.

 

—Yo solo hice lo que me había dicho mi mamá: cuando cogí el billete de cincuenta euros, marqué el 112 en el móvil de seguridad, como lo llama ella, y al señor que se puso le dije lo que estaba pasando en casa —les expliqué—. Mi mamá me había repetido mil veces que cumpliera al pie de la letra lo que me mandaran por el teléfono y el hombre del 112 me pidió que me quedara callada, que no hablara y que no colgase. Él tampoco me hablaba, pero yo lo oía respirar por el móvil y sabía que estaba escuchando todo el rato. Por eso pudieron encontrarme, porque aquel hombre malo gritó el mote que le han puesto en el pueblo: La Tacones. A mí no me gusta que a mi madre la llamen La Tacones.

 

Después, cuando ya pasó todo, mamá y yo nos dimos un maratón de dibus tum­ba­das en el sofá.

Nunca he sido tan feliz como aquella noche. Hasta nos quedamos dormidas las dos con la tele puesta y se volvieron a juntar los dibus, sonrientes, charlando entre ellos, por­que nos veían abrazadas en el salón de casa.

Yo los volví a ver a todos, con los ojos muy cerrados, mirándonos contentos desde la pantalla.

 

 

Guillermo Arquillos

Septiembre de 2021

 

 

 

 

 

 

 

 


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