EL HOMBRE SOLITARIO
EL HOMBRE SOLITARIO
Cuando volvió del trabajo, Ricardo se fue mirando en todos
los espejos del pasillo. Entró en el cuarto de baño y, mientras revisaba su cara
en busca de bolsas en los ojos, sintió un escalofrío: el armario donde Julia
guardaba sus cremas de belleza estaba abierto. El caso es que tenía la
seguridad de que no lo había dejado así cuando se fue. Además, la chica de la
limpieza iba por las tardes, cuando él se iba al gimnasio. Nadie más entraba
allí.
Debía mantener la calma. Lo primero que hizo fue intentar
controlar la respiración porque no quería que le estallara la cabeza con la
fuerza de sus latidos.
A partir de la muerte de Julia, Ricardo se había encerrado en
sí mismo y se había apartado de sus amigos. La mayoría de sus días eran
irrelevantes y no le quedaba más ilusión que su físico. Iba al gimnasio cada
tarde, se cuidaba con mil cremas de belleza y se hizo adicto a los masajes.
Cada día subía un selfi a Instagram con algún truco para potenciar la imagen y
recibía cientos de me gusta de sus seguidores.
Cuando consiguió calmarse un poco, cerró con cuidado el
armario sin querer preguntarse de nuevo por qué estaba abierto y fue a la
cocina a merendar. Allí encontró la segunda huella de algo que no entendía: la
taza de Julia estaba en el fregadero con un dedo de café. Estaba caliente; sí, estaba
caliente, pero eso simplemente era imposible. Se asustó. Fijó sus ojos en la
taza, comenzaron a sudarle las manos y sintió mucho miedo. No sabía qué hacer,
no podía entender nada. Empezó a respirar con dificultad y sus pensamientos se
descontrolaron. Para calmarse, decidió que lo mejor sería tomarse un par de pastillas
de orfidal.
La tercera huella de que sucedía algo extraño la tuvo al ver
el cenicero que, desde la muerte de Julia, solo utilizaba para dejar las llaves.
Había una colilla. La marca del cigarrillo era la misma que fumaba Julia, no le
cabía duda, y la mancha de carmín que tenía también coincidía con el tono que
solía usar su mujer. Quien lo hubiera fumado lo había dejado a la mitad, como ella
hacía.
Temblando, se tomó más pastillas de las que debía; quizá
cuatro o cinco. Le sudaban las manos. Se sentó en el sofá y miró de nuevo el
cenicero. Todo aquello debía de ser una broma. No era lógico, luego no era
posible.
Se tumbó en el sofá e intentó dejar de pensar. Resoplaba,
pero no lograba tranquilizarse. No podía parar de darle vueltas en su cabeza al
armario, al café y al cenicero, y no encontraba ninguna explicación. Recordó
entonces lo poco que le había costado deshacerse de Julia para disponer del
dinero a su antojo, sin las constantes peleas por las apuestas a las que estuvo
enganchado mucho tiempo y en las que siempre perdía. Le fue difícil vencer su
ludopatía, pero lo consiguió después de envenenar a su mujer. Creía que ya había
superado lo de Julia, sin embargo, aquellas huellas de su presencia en casa le trajeron
su recuerdo y le hicieron sentir miedo. Mucho miedo.
Empezó a notar el efecto del orfidal y decidió hacerse un
selfi para tranquilizarse un poco. Se atusó el pelo y sonrió. Era una sonrisa
falsa, por supuesto, una de las que acostumbraba a poner.
De repente, su rostro cambió por completo. Arrugó la frente,
se puso a temblar, comenzó a sudar en abundancia, se tomó otro montón de
pastillas, sollozó, gimió con el corazón que se le salía del cuerpo. Y sintió
un dolor agudo en el pecho. Entonces, se le fue nublando la vista y se fue
quedando sin fuerzas. Lentamente, cada vez un poco más, se fue relajando, se le
fue marchando el dolor y se terminó durmiendo.
Cuando pasó una media hora, entró la chica de la limpieza.
Vio a Ricardo en el sofá y se imaginó que habría tenido un mal día y que, por
una vez, no iría al gimnasio. Eso le pareció un poco raro, porque conocía su
obsesión con su aspecto físico.
Empezó limpiando la cocina: solo había que recoger un plato,
unos cubiertos y la taza favorita de Ricardo. En el cuarto de baño le llamó la
atención que el armario de Julia estaba abierto y lleno de cremas de belleza masculinas.
Cuando entró en el salón, colocó en el cenicero unas llaves
que no estaban en su sitio y vio que a Ricardo se le había caído el iPhone en
el suelo. Era extraño, pero la pantalla estaba encendida. Sobre un fondo azul
oscuro había unas palabras que parecían escritas a mano:
«Feliz aniversario, cariño. Hoy hace nueve años que nos
conocimos, ¿te acuerdas? Estoy deseando que volvamos a estar juntos cuanto
antes».
Había un garabato en el que se leía «Julia».
Solo entonces la chica se dio cuenta de que Ricardo estaba
muerto.
© Guillermo Arquillos — 22/01/2023
Intrigante. Final estupendo!. Guillermo!, esto es lo tuyo.
ResponderEliminarMuchas gracias. Sí. Yo creo que este género se me da bien o, por lo menos, yo me siento a gusto
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