Sacrilegio
Sacrilegio
¿No os ha pasado alguna vez que, conforme te está ocurriendo
algo, piensas “esto es un castigo de Dios”?
Bueno, puede ser que no, yo mismo hoy día no me lo plantearía. Pero, hace más
de cincuenta años y en una aldea de Extremadura, todo el mundo iba a la iglesia
y decía que creía. Y más, nosotros que éramos solo unos críos.
Y es que Julián y yo fuimos inseparables durante aquel
verano. Julián Entálvez: un bicho malo al que no se le ocurrían más que
trastadas. Y yo, que me dejaba llevar, claro, porque nos habíamos hecho muy amigos.
Me habría dejado cortar una mano por él.
Cuando no jugábamos a apedrear algún perro sin dueño, estábamos
destrozando farolas, robando almendras o cazando pajarillos con la escopeta de
Julián. Como éramos unos críos, teníamos el dinero muy justo y muchas veces
nuestros padres no nos daban suficiente para comprar balines. Porque, si
queríamos divertirnos de verdad, necesitábamos tener suficientes y usarlos contra
los pobres gorriones o los zorzales.
Aquella tarde, especialmente aburrida, no teníamos nada que
poner en la escopetilla. Por eso, mi amigo y yo quedamos en juntarnos de noche para
entrar en la iglesia con un destornillador grande y robar el dinero que encontráramos.
Si nuestros padres se llegaban a enterar de lo que íbamos a hacer, nos
terminaríamos ganado una buena. Pero ni uno ni otro queríamos aparentar que
teníamos miedo y que estábamos nerviosos. Ya quedaba poco para el amanecer: había
que ser rápidos.
Primero subí yo, como pude, arañándome la espalda contra la
pared, escalando con los pies y las manos por una columna de la entrada. Había
muy poco espacio y estuve a punto de no poder pasar. Sudando como no he sudado
en mi vida, ayudé a Julián cogiéndolo de los brazos, desde la cornisa a la que
daba una vieja ventana, que pudimos abrir desde fuera sin problema. Él era un
poco más grande que yo. De modo le fue más difícil que a mí. Pero logramos
colarnos, que era lo que pretendíamos.
La iglesia estaba a oscuras a excepción de tres o cuatro
velitas que se habían quedado encendidas en un lampadario de la Virgen. Fuimos
hacia ellas y, con el destornillador, hicimos palanca en el cepillo. ¡Bingo!
Estaba lleno de monedas. Habíamos logrado lo que queríamos. Las metimos en unas
bolsas que traíamos y nos las guardamos en los bolsillos.
—¡Venga! ¡Vámonos, Julián!, que nos van a pillar —le dije.
—No seas gallina, tío. Vamos a ver si encontramos algo por
aquí… —dijo él, mientras se iba acercando a la sacristía.
La voz resonaba en el templo vacío. Era una noche muy oscura
y los pasos arrancaban ecos terribles
sobre el suelo. Retumbaban. El sonido reverberaba en todas las paredes y en la
bóveda. Yo me imaginaba que alguien iba a salir en cualquier momento a darnos
un susto de muerte. Tuve mucho miedo, la verdad. Pero Julián, en cambio, se lo
estaba pasando en grande. Y quería llevarse alguna cosa más. Lo que fuera.
Mientras él se metía por allí dentro, yo fui apilando un
banco y unas pocas sillas para que pudiéramos escalar hasta la ventana con
facilidad. No me podía estar quieto.
Por fin, al rato vino Julián y reemprendimos la salida.
Nuestras voces, con la iglesia vacía, sonaban lúgubres en
medio de tanta oscuridad. Aquello parecía un cementerio.
Yo salí primero y lo esperé fuera. Mi amigo también bajó,
pero, de pronto, se dio cuenta de que se había quedado atascado entre la columna
y la pared. Lo intenté sacar una y otra vez, pero estaba encajado y no podía
moverse.
—¿Cómo es que te has quedado ahí, Julián? ¡Si antes has
podido pasar sin problema!
—¡Venga ayúdame! ¡Es que he cogido una copa de las de misa!
Tiene que valer un montón.
—¿Tú estás tonto? ¿Y cómo va a vender un crío de catorce
años una copa de oro? ¡Es que hay que ser gilipollas! Además, eso es un sacrilegio.
El peor pecado. Verás cómo todo esto no nos va a salir bien —le dije—. ¡Es que
eres tonto como tú solo!
—Vale, vale. Tú no tienes nada que ver con la copa esta. Es solo
cosa mía. Pero ya creceré. Yo tengo mucha paciencia, y ya encontraré el modo… Anda,
ayúdame a salir y déjate de sermones.
Absurdo. No había forma. Entre que Julián estaba nervioso, y
que yo estaba enfadado por lo que había hecho él, era imposible que saliera de
allí. Lo poco que abultaba la copa, dentro del jersey, impedía que pudiera
moverse. Estaba completamente atrapado.
Empezó a llorar. Sí, sí. A llorar. Cuando se dio cuenta del
lío en que nos había metido, no pudo contener las lágrimas. Y a mí también se
me saltaron: nos la íbamos a ganar por la estupidez de mi amigo. Seguro que
terminábamos denunciados en la Guardia Civil.
De pronto, por la otra parte de la plaza, vi venir a Don
Marcos, el cura.
—Ahí te quedas, Julián —le dije irritado—. No quiero que me
pillen a mí también. Esto tiene que ser un castigo de Dios.
A mediodía, vino mi amigo a casa en su bici para decirme que
Don Marcos, con mucha paciencia y mucha calma, había logrado que saliera de
detrás de la columna. Le dolía la espalda, pero ya se le pasaría. Me hizo que
le devolviera mi parte del dinero y me aseguró que el cura le había prometido
que no iba a decir nada, que guardaría el secreto como si fuera una tumba.
A los pocos días me despedí de mi amigo. Su familia se
volvió a Plasencia y mi padre encontró trabajo en Sevilla, donde vivo desde
entonces. Nunca supe nada más de Julián.
***
Ya han pasado cincuenta años de todo aquello y mi nieta Carla
dice que quiere confirmarse y que va a hacer una gran fiesta. A mí no me
apetece volver allí, porque la confirmación va a ser en la aldea.
Bueno, quizá sí que quiera ir a aquel sitio. Tengo
curiosidad por ver en directo cómo está la casa. Ahora es de mi hija y de mi
yerno y van allí con frecuencia. Me agradará ver cómo ha quedado después de la
reforma.
—¿Y cómo es que te confirman en una aldea tan chica? —le
pregunto—. En mis tiempos, a las iglesias pequeñas la gente del obispado no iba
nunca a hacer confirmaciones.
—Vamos a ser muy pocos, abuelo. Va a muy bonito, ya verás. Y
nos lo vamos a pasar muy bien. Yo cuento contigo. No me digas que no. No puedes
faltar…
—Bueno, es que yo no entro en una iglesia desde que se murió
tu abuela. A mí esas cosas no me gustan.
—¿Sabes? Viene el obispo y todo —me dice.
—¿Y qué más da?—le digo con fastidio.
Tardo un momento en decidirme:
—Bueno, mujer, si te empeñas iré ese día para estar contigo.
—Gracias abuelo. Así, de camino, podrás saludar al obispo, que
nos han dicho que estuvo un tiempo en la aldea cuando era un chiquillo. Se
llama Julián. A lo mejor lo conoces.
—¡Coño, Julián!
«¡Vaya sorpresa! ¿Quién se iba a pensar que el que se
dedicaba a apedrear perros y a robar en la iglesia ahora es el obispo? ¡La de
vueltas que da la vida!».
Guillermo Arquillos
Año 2022. Enero, día 25
Comentarios
Publicar un comentario