Los amantes D’Anuay

 

Los amantes D’Anuay

 

Estimado lector:
 
Los acontecimientos que pongo en tus manos, aunque muy crueles, son tan verdaderos como el hecho de que el sol, cada mañana sale por el Este o la veracidad de Nuestro Señor Jesucristo que los buenos cristianos leemos en los Santos Evangelios.

Cuéntase en nuestras ciudades y villas de Francia, que la muerte de los últimos templarios, ordenada por su majestad el rey Felipe, a quien Dios tenga en su gloria, sucedió la misma noche en que sus tres nueras eran infieles a sus maridos en la torre de Nesle. Desde allí, refocilándose con sus amantes, pudieron contemplar cómo ardía el cuerpo de la postrera autoridad de la orden del Temple, Jacques de Molay, quien maldijo a los responsables de tamaña iniquidad. Los tres, el papa, el rey y su ministro, convocados ante el tribunal de Dios para el plazo de un año, murieron puntualmente tal y como él los había emplazado.
La muchedumbre esperaba que Jacques de Molay, que ya era, a la sazón, un anciano de sesenta y nueve, suplicara clemencia a su Majestad el rey Felipe, llamado el Hermoso. Pero el religioso se sabía inocente de los cargos de brujería que se le imputaban. Él estaba cierto de que lo que deseaba el reino de Francia era apropiarse de las riquezas de la Orden y decidió acudir a la llamada de la hoguera con la dignidad propia de un hombre santo.
 
La desgracia para la casa real no había hecho más que empezar. Has de saber, querido lector, que, mediante una hábil estratagema, la reina de Inglaterra, Isabel, urdió un plan que puso de manifiesto la infidelidad de sus cuñadas: consta con certeza confirmada que Margarita y Blanca dotaron a sus respectivos maridos de unas nobles cornamentas que fueron el hazmerreír del pueblo llano de Francia.
 
En efecto, Isabel hizo un caro presente a sus cuñadas, una joya que era valiosísima y podía ser usada tanto por varón como por hembra. Y las incautas nueras de Felipe las terminaron regalando a sus amantes porque se engañaron pensando: «¿quién podrá conocer que estas bolsas de adorno son el pago que hacemos a nuestros jóvenes enamorados, los hermanos D’Anuay, por sus servicios como asiduos amantes?». Y es que la pasión, cuando se pasea por los colchones de algunos alocados nobles, hacen que estos pierdan la razón pensando que sus artes amatorias nunca pueden ser descubiertas.
Yo te prevengo, amigo lector, si tienes ojos en tu cara y si tienes sesos en tu cabeza, que no hay secreto, por bien guardado que tú lo creas, que no llegue a saberse.
 
Te recuerdo que los hermanos D’Anuay tenían el peor pecado que pueden tener los hombres discretos: la vanidad. Y corrieron por toda la corte pavoneándose de los regalos que les habían hecho sus nobles amantes. Se sentían queridos, deseados, preferidos a los cornudos maridos, hijos del monarca.
 
Pero el rey Felipe no era “ni hombre ni animal, sino estatua”. Y llegó a sus oídos que sus vástagos eran vulgares cornúpetas. Al conocer la infamia y el pecado de sus nueras, hierático como era, no movió un músculo, no profirió una queja, no expresó un lamento. Simplemente habló con palabra de soberano: “cúmplase la ley”.
 
Terrible. La ley: los despiadados preceptos que exigen pureza indubitable y fidelidad sin mácula a las hembras pertenecientes a la nobleza de Francia.
 
La que castiga sin piedad a los infractores.
 
—¡Decidle a mi marido que soy inocente, soy inocente, decídselo! —así gritaba Juana, la esposa del segundo de los hijos del rey Felipe el Hermoso y, en efecto, nunca se pudo probar que ella le fuera infiel a su hombre.
 
Pero ya era tarde. Las tres señoras eran conducidas, como bestias, en un viejo carro tirado por bueyes para que contemplaran el tormento de los mantenidos D’Anuay.
Estos, suplicaban, lloraban, se arrepentían, rogaban, apelaban, gritaban… Cuando llegaron al cadalso donde los verdugos tenían preparados los suplicios, se abrazaron como dos chiquillos. El pánico no les permitió contener sus vejigas. La gente profirió alaridos y risas cuando vio cómo se mojaban sus entrepiernas. Se mofaban y hacían continuos chascarrillos sobre cornamentas. Utilizaban palabras soeces y toda clase de burlas para referirse a los amantes y las infantas.
Comenzó el tormento.
Querido lector: Permíteme que no te detalle pormenorizadamente el modo de proceder con los condenados antes de que Dios misericordioso se apiadara de ellos y los hiciera morir. No quiero hacer un relato minucioso del postrero padecimiento de aquellos jóvenes. Debe bastarte conocer que le fueron extirpados los genitales, dejándolos que se fueran desangrando; que fueron despellejados vivos con instrumentos especiales; que todos los huesos de sus cuerpos fueron machacados y aplastados con mazas de particular consistencia y que, finalmente, sus cuerpos fueron despedazados y desmembrados, deshechos por la fuerza de caballos a los que ataron sus extremidades. O lo que quedaba de ellas.
Nunca se ha visto una escena más cruel en todo el reino. Los verdugos se guardaron muy mucho de que fueran conscientes en todo momento del trato que soportaban, sin perder el conocimiento. Jamás se ha visto tanto sufrimiento. En el resto de tus años, no podrás imaginar los pormenores de una crueldad tan enorme como la que sufrieron los vanidosos e incautos amantes.
 
No hizo ni una mueca, ni un pequeño gesto: Felipe el Hermoso, encadenado por su propia majestad, se comportó como una estatua. Porque no era hombre ni animal. Era el rey.
 
Te he escrito todo esto, estimado amigo, para que seas recto en tus obras, para que no te desvíes del camino marcado por la ley, para que no desprecies a los poderosos y los respetes y, sobre todo, para que no te dejes llevar nunca por el pecado de la vanidad.  Compara la serenidad de Jacques de Molay, que murió como un hombre, y la cobardía de los amantes D’Anuay, que murieron abrazados de miedo, bañados en su sangre y manchados por sus propios excrementos.
 
No hay clemencia: el vanidoso siempre recibe su castigo por más que suplique.
 
Gracias sean dadas a Nuestro Señor Jesucristo.
Que nuestra Señora, Notre Dame Sous-Terre, interceda por mí ante el Redentor, para el día del postrero juicio.
 
Tuyo en el Señor:
André Laure, Abad de Monte Saint-Michel, por la gracia de Nuestro Señor, desde el año de mil y cuatrocientos y ochenta y tres, a partir del nacimiento del nacimiento de Cristo.
 
 
 
Nota: los hechos que aquí se cuentan, aunque novelados, son rigurosamente ciertos.
 
Guillermo Arquillos
Año 2022. Enero. Día 11.

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