Por la vida de un desconocido
Por la vida de un desconocido
—Sí, padre, soy culpable. Yo no impedí el sufrimiento de
aquel hombre: ese fue mi modo de vengarme porque lo odiaba. Y ahora que mi vida
va a terminar, necesito su ayuda, por favor, padre.
Lo miró a los ojos. Los tenía mojados.
—Si estás arrepentido, tendrás el perdón de Dios, hijo. Por
los méritos de…
El enfermo apretó los labios un instante y exclamó:
—Déjese de sermones, padre. ¿Dios…? ¿Dónde se esconde Dios? ¿Sabe?
Cuando Hitler subió al poder, Dios se tomó unas vacaciones. Y en agosto del
cuarenta y uno, hasta se olvidó de bajar al sótano del pabellón trece —Pawel
forzaba la poca voz que quedaba en su garganta—. Dios nos abandonó.
Se detuvo un momento y volvió a mirar a los ojos del
sacerdote:
—Rescáteme, padre, limpie mi culpa y mi remordimiento. Soy
culpable.
Durante una eternidad ambos guardaron silencio. La atmósfera
era oscura y densa. El párroco, sentado junto a la cama del moribundo, se
estiró la vieja sotana y se enderezó la estola morada. Carraspeó y dejó reposar
la barbilla sobre su mano, atento a escuchar.
—Todos los días llegaban cientos de prisioneros, como si
fueran ganado, en pestilentes vagones. Después de hacer apiñados y de pie todo
el viaje, a los que llegaban si fuerzas los enviaban en el acto al campo II. Allí
estaban las duchas de exterminio. Pero,
en medio de aquella barbarie, un hombre llegó con la mirada serena.
»Lo reconocí al
instante: él era quien había expulsado a Aniol de su colegio. Hoy comprendo que
aquella decisión salvó la vida de mi hijo. Pero el chico eligió el camino del
odio y se afilió a las Juventudes Hitlerianas. Me denunció a la Gestapo. Yo
estuve preso más de cuatro años en Auschwitz porque mi propio hijo testificó en
mi contra. Si Kolbe no hubiera expulsado a Aniol de su institución, nunca
hubieran descubierto mi labor en la resistencia.
»Cuando llegué al
campo, reconocí a mi compañero Bruno. Él consiguió que trabajásemos juntos en
el batallón de poceros de Auschwitz I. Era una labor repugnante, pero indispensable.
Las letrinas y los conductos sépticos se atrancaban continuamente y necesitaban
constantes reparaciones. Al ser especializado, nuestro trabajo nos garantizaba que
éramos insustituibles. En cambio, los prisioneros que acarreaban los cadáveres
desde las duchas de la muerte a los
crematorios, en el campo II, eran reemplazados
cada mes y sus cuerpos también acababan en los hornos.
»Cuando yo fui
deportado, los nazis todavía respetaban el colegio de Kolbe. Le habían impuesto,
eso sí, severas prohibiciones para admitir a nuevos alumnos internos. Pasado un
tiempo, alguien lo denunció por dar refugio a judíos. Con los años supe que también
fue Aniol quien dio lo delató a la Gestapo. Y condenaron a Kolbe a trabajos
forzados, haciendo labores de mano de
obra esclava en la fábrica de armas de Auschwitz.
»Cuando habían
pasado unos dos meses desde su llegada, muchos pudimos ver cómo un oficial se
ensañaba con aquel hombre sereno. Le obligó
a cargar sobre sus espaldas decenas de pesados tablones. Hasta que no pudo más.
Hasta que cayó. Sin una sola queja. Varios soldados le dieron cientos de patadas
y de golpes dejándolo malherido. Aquella misma tarde fue condenado a recibir cincuenta
latigazos. Se le acusaba de no haber cumplido la tarea que le habían encargado.
»Cuando se
hartaron de arrancarle la carne de la espalda con el látigo, lo dieron por
muerto y nos ordenaron que lo enterrásemos en un montón de heces.
»Pero no
consiguieron que Maximiliano Kolbe muriera en aquel momento: Bruno se dio cuenta
de que aún vivía y varios prisioneros lo llevaron a la enfermería. Para
alimentarlo, se quitaban cada día una parte de la minúscula ración de comida
que todos recibíamos y que nos mantenía siempre al borde de la muerte por
inanición.
»Así
transcurrieron varios meses. A veces, algún guardia se divertía jugando a hacer
puntería contra los prisioneros. Era una manera, como otra cualquiera, de pasar
el rato. Algunos morían en el acto. Otros quedaban malheridos y eran trasladados al campo II. A sus duchas.
»Como
se produjeron algunas fugas, el comandante ordenó que cuando alguien lo
consiguiese, se eligieran diez desgraciados para morir de hambre y de sed en el
sótano del pabellón trece. Sólo pensar en aquella inhumana agonía, hacía que
los hombres llorasen por los que allí acababan. La sentencia se cumplía
ineludiblemente. Sobre todo por las noches, oíamos sus lamentos; hasta que, poco
a poco, las voces y los llantos se iban apagando. Día a día. Luego, el
silencio.
»El encargado de
vaciar los cubos de los orines de aquellos desdichados era Bruno. Pero nunca
subía ninguno.
Pawel se detuvo. Miró al sacerdote:
—Padre, ¿usted sabe el sufrimiento que supone morir de sed?
—No, hijo. Ni lo he pensado jamás.
—Mejor así, padre. No se puede imaginar el horror que es ese
final. Aquellos hombres preferían mil veces morir de hambre antes que de sed.
Para no deshidratarse totalmente, se bebían sus propios orines y Bruno subía
con los cubos vacíos. La tortura solía prolongarse unos seis o siete días.
»El treinta y uno
de julio, al pasar lista, faltó un prisionero del pabellón catorce. Al día
siguiente, nos ordenaron que saliéramos al patio. Doce horas de pie. Firmes.
Sin poder descansar. Incluso nos teníamos que mear encima. Todos queríamos que
aquello acabara cuanto antes. Temblábamos porque temíamos estar entre los diez elegidos.
»Se hizo de
noche y seguíamos en el mismo sitio. Habían buscado al desaparecido y no lo encontraban.
Comenzaron a seleccionar a los diez condenados.
»El último de
ellos fue Franciszek Gajowniczek, un sargento polaco. Estalló en lágrimas.
Estaba muerto de miedo. En medio del imponente silencio de todos nosotros, se
le oía gimotear diciendo que nunca más vería a su mujer y a sus dos hijos… Le
hicieron salir de entre las filas. El comandante sonreía al ver cómo se
acercaba. Y, entonces, sin que nadie pudiera esperar algo semejante, se oyó con
claridad una débil voz en medio de la formación: «Me ofrezco a cambio de este
hombre».
»Nadie podía
creer lo que estábamos oyendo. El propio comandante levantó la cabeza y abrió
bien los ojos para ver quién había sido el insensato que había dicho aquellas
palabras. Franciszek dejó de sollozar y miró en la dirección de donde había
venido la voz. Pero Maximiliano estaba decidido: «Ofrezco mi vida para que este
hombre no pierda la suya. Yo soy sacerdote católico: no tengo mujer ni hijos.
Yo ocuparé su lugar».
»Y así fue como
el padre Maximiliano Kolbe acabó en aquella celda de exterminio.
—No entiendo, hijo, por qué dices que eres culpable —dijo el
sacerdote—. ¿Es que tú tendrías que haberte ofrecido en lugar de Kolbe?
—No padre. Mi pecado es el odio. Yo aborrecía a Maximiliano
Kolbe porque había salvado a mi hijo y por su culpa, yo fui a parar a Auschwitz.
»Al día siguiente,
cuando los desgraciados ya estaban en el sótano, se atrancó la letrina del pabellón
catorce. Hubo que limpiarla. En medio de la porquería y la inmundicia, encontré
el cuerpo del desaparecido. Solo yo supe que aquel hombre no había escapado: había
muerto asfixiado, porque se había caído en la letrina, quizá por debilidad o
porque estaba enfermo.
»Y yo me callé
aquel hecho. Quería vengarme del padre Kolbe. Quería que pagase por todo lo que
yo estaba pasando. Quizá, si lo hubiera revelado a los nazis, estos habrían
sacado a aquellos diez del antro de su tortura.
El moribundo se detuvo. Parecía reflexionar.
—Perdóneme, padre, porque he pecado.
Y se echó a llorar.
Guillermo Arquillos
Año 2021. Diciembre, día
23.
Nota: aunque "novelado", este relato
está basado en hechos reales. El final del padre Kolbe es histórico,
atestiguado por cientos de personas. He ahorrado al lector los detalles más
duros y escabrosos.
Comentarios
Publicar un comentario